Trump, China y la nueva geopolítica mundial
Trump tiene claro que la guerra comercial con China tiene como telón de fondo el dominio global, que depende del liderazgo en tecnología. De ahí que los oligarcas tecnológicos asociados a Trump sean ahora sus principales aliados.
La era Trump impone cambios económicos y geopolíticos de envergadura. Trump parece querer evitar a toda costa las proyecciones que apuntan a un declive del poderío norteamericano. Claro está que esto ocurre mientras China va en ascenso. ¿Pero será tan así?
El cientista político norteamericano Mancur Olson es un estudioso de los auges y declives de los imperios y de cómo estos se organizaban políticamente. Él puso su foco en las naciones modernas, y trató de explicar por qué unas economías prosperaban y otras no. Comparó la debilidad de la economía británica con el milagro económico de Japón y Alemania de la posguerra, enfatizando que las estructuras de poder (coaliciones políticas con cierta distribución del poder) habían sido destruidas durante la guerra y esto permitió un nuevo orden (“emergió una nueva coalición”) que apalancó un rápido crecimiento económico.
Él afirmaba que las antiguas élites fueron reemplazadas por nuevas coaliciones con una distribución del poder más equitativo (esto es, sin asignar la riqueza creada a un solo grupo a expensas de otros), lo que impulsó el crecimiento. Gran Bretaña no siguió ciertamente este proceso luego de la Segunda Guerra Mundial, y esta mantención (statu quo) de los tradicionales grupos de interés causó estancamiento económico.
En otra línea de pensamiento, el historiador británico Paul Kennedy afirma que los grandes poderes (imperios) emergen y colapsan respecto de su desempeño según indicadores claves en relación a los otros imperios. Esto es, de acuerdo a cómo el Estado se organiza en cuanto a sus recursos económicos y humanos; es decir, cuán eficiente es en período de paz, porque esto señalará su capacidad para soportar largas guerras. También señala que el progreso tecnológico y su capacidad de sostenerlo e impulsarlo es la diferencia entre el fracaso y el éxito de estos imperios.
Asimismo, Kennedy señala que esta sobreexpansión (overstrecht) imperial de los imperios puede llevarlos al colapso. Esto es la capacidad de mantener un poderío militar y económico, y el esfuerzo para mantener ese poderío simultáneamente los llevaría a un declive y finalmente a un colapso, aunque en el caso norteamericano existe evidencia de que algo está ocurriendo y por esto Trump ya está exigiendo a sus socios europeos de la OTAN más gasto militar en defensa.
El caso de la Unión Soviética es paradigmático en esta línea. La incapacidad simultánea de mantener la economía a flote con ingentes gastos militares para poder competir con los planes militares y especiales de Reagan, llevó a un “superestiramiento imperial”, y finalmente todo el bloque de la Europa del Este colapsó, junto con la caída del muro de Berlín y el fin de la Unión Soviética.
Paul Kennedy y otros autores señalan que el incremento en el gasto militar es un signo del declive imperial, porque desvía recursos desde la economía hacia el complejo militar. Sin embargo, en Estados Unidos aparentemente esto no ha ocurrido, ya que alcanzó un peak del gasto en defensa durante la guerra de Vietnam (9 % del PIB), siendo hoy una cifra de 3,5 % del PIB y con reticencia a aumentarla. Por otro lado, el ascenso de China impone otros desafíos diferentes al del poderío soviético en el pasado.
Aquí emerge la denominada “Paradoja de Tucídides” (militar ateniense), en cuanto a la posibilidad de que se genere una guerra. Quien acuñó este término fue el politólogo Graham T. Allison, quien señala que el poderío ateniense y su ascenso (la potencia emergente) alertó a Esparta (la potencia dominante) y la “incentivó” con ese comportamiento a prepararse para una guerra.
Allison señala que Estados Unidos y China están en una senda de colisión en la cual la guerra es inevitable, siendo China la Atenas en ascenso. Diferentes autores señalan que el siglo XXI verá a China emerger como una nueva superpotencia global, junto al declive de Estados Unidos.
Ya el historiador inglés Eric Hobsbawm, a raíz de la caída de los socialismos reales en los noventa, había señalado que China no solo había mantenido la integridad de su estructura política, sino que también estaba en vías de hacer una transformación económica orientada al mercado, dirigida por su sistema estatal socialista (1994).
Ciertamente, Hobsbawm no se equivocó en esta predicción del futuro para China. Actualmente, en muchos aspectos, la economía china está haciendo espectaculares avances. Se ha transformado en una potencia tecnológica y su diplomacia se mueve a través de África, Latinoamérica y Europa. En el 2013 lanzó la Belt and Road Initiative (“Iniciativa de la Franja y de la Ruta”), una estrategia de desarrollo de infraestructura a nivel global para proveer asistencia financiera y técnica, cuyo objetivo estratégico, por tanto, es garantizar la oferta de materias primas y así crear espacio para hacer grandes inversiones en infraestructura y en servicios regulados, tales como electricidad y carreteras.
También la experiencia de China en Latinoamérica respecto de los créditos con algunos países ha replanteado la forma de involucrarse en la región, moviéndose más hacia inversiones en infraestructura. Desde 2005 hasta 2018, el banco desarrollista China Development Bank and China Export-Import Bank ha prestado US$ 137 billones a países latinoamericanos y a empresas estatales. Venezuela es quien ha recibido más, con 17 préstamos, totalizando $US 62 billones (US$ 55 billones a proyectos de energía).
Brasil es el segundo más grande receptor de créditos chinos en Latinoamérica con US$ 29 billones (US$ 26 billones a energía). Sin embargo, en los últimos años los préstamos a la región han disminuido enormemente, dando cuenta del giro de China en la región al tratar de retener y acrecentar su influencia a través de la inversión extranjera directa. No obstante, la inversión extranjera en Latinoamérica por parte de Estados Unidos sigue siendo muy alta y es 15 veces mayor que las inversiones chinas durante el período 2000-2018, pero las inversiones chinas muestran un ascenso a lo largo de los últimos años.
China también enfrenta fragmentación en la región asiática, lo que hace difícil ganar liderazgo desplegando soft power, algo que en general los norteamericanos habían manejado bastante bien como capital simbólico antes de la llegada de Trump en este segundo gobierno. Puede que en poco tiempo, con las lamentables declaraciones de Trump acerca del canal de Panamá, Groenlandia y Canadá, se termine destruyendo este gran activo (soft power) de la política exterior norteamericana.
La mencionada fragmentación deriva de la Segunda Guerra Mundial y, anterior a esta, con Japón dominando la península coreana y la región china de Manchuria. Los desbalances de poder están presentes y se manifiestan en conflictos permanentes (Pakistán, Corea de Norte y los países que bordean el mar de China).
En contraste, la economía transatlántica con Estados Unidos y Europa como partners ha desarrollado mecanismos de coordinación conjunta y una fuerte asociación internacional, cuyos objetivos comunes están integrados, lo cual permite resiliencia al imperio norteamericano. Pero este multilateralismo, que era la base de la paz global, ha devenido en una crisis, dado este segundo gobierno de Trump, amenazando al sistema que le dio estabilidad al mundo de la posguerra.
También, como datos de contexto sobre las líneas de fractura imperial, la crisis subprime del 2008 debilitó fuertemente a la economía norteamericana, con miles de embargos de propiedades y quiebras de bancos y empresas. Del mismo modo, en los últimos años China, a pesar de haber alcanzado crecimientos del 10 % anual, está hoy en un rango del 4-5 %, con burbujas inmobiliarias que hacen temer una gran contracción de la economía, con severos desequilibrios para el resto del mundo, siendo Chile el país más expuesto de la región a los vaivenes de la economía china.
Nosotros no podemos negar que en esta nueva y actual fase de la globalización, China y Estados Unidos poseen estrechos y sofisticados vínculos comerciales y financieros, y junto con otras economías participan en las cadenas globales de valor (productos finales elaborados con insumos producidos en terceros países). Parte importante de las reservas chinas están invertidas en papeles de la Reserva Federal norteamericana, los que se derivan de los gigantescos superávits comerciales de China, lo cual acentúa la dependencia e interrelación de ambas economías.
Como desafío, aparte de ir cerrando la brecha tecnológica con Estados Unidos, China ha ido construyendo también un poderío basado en el soft power anclado en la cooperación Sur-Sur, inserta en el Consenso de Beijing (en el papel, es el respeto bilateral y sin interferencias políticas). Este poder es simbólico pero profundo, lo que caracteriza a las economías con ansias de dominación, soft power que a Donald Trump parece no importarle.
El libro de Paul Kennedy, Auge y caída de los grandes imperios, es un texto muy influyente en la geopolítica, la historia económica y la estrategia internacional. Trump parece encontrar aquí inspiración para su lema America First, reforzando la manufactura nacional, incrementando los aranceles para así ser leal con los trabajadores del Rust Belt (cordón industrial inter-estados con un alto desempleo), limitando el gasto militar en el extranjero y buscando acuerdos comerciales que sean favorables a Estados Unidos.
Paul Kennedy señala que la autosuficiencia económica es clave para evitar el desgaste imperial. Del mismo modo, Trump se retira de organismos claves del multilateralismo, como el Acuerdo de París y la Organización Mundial de la Salud, afectando el orden establecido e involucionando el consenso ya establecido respecto al cambio climático y la urgente necesidad de reemplazar los combustibles fósiles.
Así, elimina el New Green Deal, que planteaba descarbonizar la economía estadounidense en un plazo de 10 años. En cierta forma, desea evitar también la sobreexpansión imperial conceptualizada por Kennedy. Y en cuanto a innovación tecnológica, Trump tiene claro que la guerra comercial con China tiene como telón de fondo el dominio global, que depende del liderazgo en tecnología. De ahí que los oligarcas tecnológicos asociados a Trump sean ahora sus principales aliados, mientras el Gobierno anuncia un paquete de US$ 600 mil millones para el desarrollo de la inteligencia artificial.
Quizás Donald Trump no leyó el libro Auge y caída de los grandes imperios de Paul Kennedy, pero de seguro que alguien se lo contó.
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