Uniforme escolar deportivo: una propuesta práctica para reducir desigualdades y promover la salud
Invito al Gobierno, especialmente a los ministerios de Educación y Deporte, que se han declarado feministas, a liderar este cambio.
En Chile, el país con la tasa más alta de obesidad infantil (25,4%) en Latinoamérica es imperativo que las políticas educativas y deportivas aborden las necesidades de las niñas y niños desde una perspectiva de igualdad de género y bienestar físico. Replantear el uniforme escolar no es un detalle menor, sino una herramienta clave para promover la actividad física y reducir desigualdades desde la infancia.
Escribo esto como madre de un niño de 6 años que ha enfrentado la necesidad de promover un plebiscito en su colegio para que pueda seguir usando uniforme deportivo por dos años más. Pero también escribo desde mi rol como líder nacional del programa de salud comunitaria de la Facultad de Salud de la Universidad Santo Tomás. Este programa busca contribuir a la salud y el bienestar de las personas y comunidades sociales a través de un trabajo colaborativo con pertinencia local. Desde esta posición, hemos ingresado prácticamente con todas nuestras carreras al sistema escolar con el propósito de cambiar los hábitos de vida de las comunidades, observando la profunda interconexión entre salud y educación. Estamos convencidos de que los colegios no solo deberían contar con profesores de educación física, sino también con nutricionistas, fonoaudiólogos, terapeutas ocupacionales, kinesiólogos, expertos en ciencias del deporte y otros profesionales que promuevan cambios significativos en los hábitos de salud desde la infancia, que vayan de la mano de la igualdad de género.
La evidencia respalda esta idea. Estudios nacionales e internacionales, como los realizados por Édith Maruéjouls, geógrafa de género, demuestran que los espacios escolares reflejan y perpetúan desigualdades de género. Ella observó que el espacio central de los patios, como las canchas de fútbol, es predominantemente ocupado por niños, mientras que las niñas son relegadas a los bordes o laterales. Esta distribución no solo limita su participación en actividades físicas, sino que también instala desigualdades que se prolongan en otras esferas de la vida. Como señala Maruéjouls, “tener menos espacio para jugar o no poder acceder al espacio central supone experimentar la injusticia desde edades tempranas”.
Además, el uniforme tradicional —pantalón y camisa para los niños, falda y blusa para las niñas— impone barreras prácticas que afectan desproporcionadamente a las niñas, dificultando su participación en actividades deportivas y recreativas. Proponer un uniforme deportivo, que sea inclusivo y cómodo, facilitaría la igualdad de acceso a estos espacios y fomentaría la actividad física, un aspecto crucial si se considera que el 30 % de los niños y el 20 % de las niñas chilenas presentan obesidad.
Los beneficios del uniforme deportivo son múltiples. No solo promueve la actividad física y mejora el bienestar, sino que también representa un ahorro económico para las familias, al ser más duradero y fácil de heredar. Además, un uniforme deportivo más inclusivo y práctico puede ser una forma concreta de fomentar un ambiente educativo más igualitario, seguro y acogedor para todas y todos quienes se identifican con una orientación sexual, identidad y expresión de género diversa, que de acuerdo a datos del Instituto Nacional de la Juventud (2022) representa el 12 % de los jóvenes actuales.
Este cambio no es una idea nueva. En 2017, nuestro Ministerio de Educación chileno recomendó reemplazar el uniforme tradicional por buzo y zapatillas, destacando que esta medida “desmilitariza” el entorno escolar y motiva la asistencia a clases. Sin embargo, esta recomendación no se ha implementado ampliamente, dejando intactas las barreras que enfrentan niñas y niños en su desarrollo físico y social.
Quiero aclarar que no estoy proponiendo eliminar los uniformes escolares, porque tal como lo demuestra la evidencia internacional, los uniformes escolares contribuyen a eliminar las diferencias en la vestimenta que pueden existir entre estudiantes de diferentes orígenes económicos y, por lo tanto, aumentan la asistencia de las poblaciones más vulnerables. No obstante, es necesario que el uniforme sea deportivo, ya que esto no solo promueve un mayor bienestar físico y mental, sino que también se alinea con los valores de inclusión y equidad necesarios en nuestras escuelas.
Invito al Gobierno, especialmente a los ministerios de Educación y Deporte, que se han declarado feministas, a liderar este cambio. Un uniforme deportivo no afecta el rendimiento académico, pero sí fomenta el movimiento, la equidad y el uso igualitario de los espacios escolares. Es hora de promover políticas públicas basadas en evidencia, que reconozcan la importancia del entorno escolar como un microespacio público donde se construyen hábitos, valores y principios de igualdad.
Transformar el uniforme escolar en deportivo no solo es una medida práctica y económica, sino también un llamado a construir un sistema educativo más equitativo, saludable e inclusivo. La infancia y el bienestar de nuestras niñas y niños lo merecen.
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