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El país de la letra chica Opinión

El país de la letra chica

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La letra chica es síntoma de una enfermedad profunda: el abandono de la ética como principio rector de la sociedad. La idea de que el fin justifica los medios tiene un costo. Tarde o temprano, la confianza se quiebra y el país entero paga las consecuencias.


Chile se ha convertido en el país de la letra chica. No es solo un problema de contratos bancarios, ni de las promociones que esconden condiciones imposibles en asteriscos. Es una forma de operar que se ha infiltrado en nuestra cultura, en la política, en los negocios y hasta en la vida cotidiana.

La letra chica es la trampa disfrazada de legalidad. Es el presupuesto que oculta un déficit hasta que es demasiado tarde. Es la promesa de una reforma que nadie sabe cómo financiar. Es el Fondo de Estabilización Económica que se va vaciando sin explicaciones claras. Es el plan de reconstrucción de Valparaíso que sigue sin ejecutarse un año después del incendio.

La letra chica también está en la política. Cuando se pactan acuerdos con frases ambiguas que dejan abierta la puerta para incumplirlos. Cuando un funcionario público desvía fondos con la seguridad de que el proceso judicial se perderá en la burocracia. Cuando las grandes decisiones nacionales se toman de espaldas a la gente, pero con discursos que hablan de “consenso y diálogo”.

Pero la letra chica no es solo una herramienta de los poderosos. También se encuentra en las excusas con las que justificamos nuestras propias faltas: el amigo que se cuela en la fila, el empresario que evade impuestos “porque todos lo hacen”, el profesional que infla una boleta para recuperar imposiciones, el político que firma acuerdos sin intención de cumplirlos.

El problema no es solo quién escribe la letra chica, sino quién la tolera. Porque en este país, si algo es legal, parece que también es moral. Si una trampa no está sancionada, entonces es “astucia”. Si un vacío legal permite ganar millones sin consecuencia, se aplaude como “ingeniería financiera”. Y así, poco a poco, vamos erosionando la confianza, convirtiéndonos en un país donde la mentira no es la excepción, sino la regla.

Nos acostumbramos a que las reglas sean flexibles para algunos, a que la palabra valga poco y a que la responsabilidad siempre sea de otro. La letra chica es la que permite que funcionarios firmen convenios sin respaldo, que el gasto público se dispare sin explicaciones, que los recursos de todos terminen en cuentas privadas. Y luego, cuando la trampa se descubre, la respuesta siempre es la misma: “Nadie se dio cuenta”.

Pero lo peor de la letra chica no es que engañe, sino que normaliza el engaño. Nos hace creer que en Chile “así son las cosas”, que no hay otra manera de hacer negocios, de gobernar, de convivir. Nos anestesia, nos quita la capacidad de indignarnos, nos convierte en espectadores resignados de nuestra propia decadencia.

Nos toca preguntarnos: ¿queremos un país donde la trampa sea parte del sistema o uno donde la confianza sea el motor de las instituciones y de la convivencia? Porque la seguridad no se impone por ley, ni se compra con campañas de imagen; se construye con hechos, con liderazgos honestos, con ciudadanos exigentes.

La letra chica es el síntoma de una enfermedad más profunda: el abandono de la ética como principio rector de la sociedad. La idea de que el fin justifica los medios, de que mientras funcione, da lo mismo cómo se logró. Pero esa lógica tiene un costo. Tarde o temprano, la confianza se quiebra y el país entero paga las consecuencias.

El problema es que el país de la letra chica siempre se verá tentador a corto plazo, pero a largo plazo es invivible. Podemos seguir justificando el engaño con la costumbre o podemos decidir que queremos un país distinto. Pero la decisión debe ser ahora, porque la ética que postergamos hoy es la crisis que enfrentaremos mañana.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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