Publicidad
La encrucijada política chilena: entre el desencanto y la ausencia de proyectos nacionales Opinión

La encrucijada política chilena: entre el desencanto y la ausencia de proyectos nacionales

Publicidad
Fabián Bustamante Olguín
Por : Fabián Bustamante Olguín Académico del Departamento de Teología, Universidad Católica del Norte, Coquimbo
Ver Más

Mientras los partidos sigan anclados en tácticas de desprestigio mutuo, el desencanto seguirá siendo el protagonista de nuestra democracia. El futuro de Chile no puede depender de quien desacredita mejor al rival, sino de quien es capaz de unir a un país fracturado en torno a un proyecto común.


La coyuntura política chilena actual se debate entre la incertidumbre de un escenario electoral en ciernes y la ausencia de un proyecto nacional coherente que logre conciliar las demandas históricas de la ciudadanía con los desafíos estructurales del país.

La posibilidad de que Evelyn Matthei, figura emblemática de la derecha tradicional, se consolide como una de las favoritas para la próxima elección presidencial —según ciertas encuestas—, junto al ascenso de figuras como Johannes Kaiser del Partido Nacional Libertario, refleja no solo la volatilidad del electorado, sino también la persistencia de un vacío programático que atraviesa tanto a la oposición como al oficialismo. Este fenómeno, sin embargo, no puede entenderse sin analizar las dinámicas de desgaste institucional, la crisis de representatividad y la parálisis ideológica que caracterizan a la política chilena contemporánea.  

El libertarismo promovido por Kaiser, con su crítica radical al Estado y su similitud discursiva con figuras como Javier Milei en Argentina, emerge como una alternativa disruptiva frente a un establishment político percibido como ineficaz. Sin embargo, su atractivo radica menos en una propuesta concreta para Chile que en el malestar generalizado hacia una clase política acusada de perpetuarse en la retórica vacía.

Este descontento se agudiza al observar el desempeño de la derecha en el ámbito local: su estrategia se ha centrado en desacreditar gestiones anteriores —como las de Mario Desbordes en Santiago o Sebastián Sichel en Ñuñoa—, sin ofrecer soluciones innovadoras ni mejorar sustancialmente las condiciones de vida en las comunas. El caso de Desbordes, quien tras asumir como alcalde delegó sus funciones para atender compromisos externos, ejemplifica una práctica recurrente: la priorización de la disputa partidista sobre la gestión pública.  

Este patrón no es exclusivo de la derecha. El actual gobierno del Frente Amplio, aunque inicialmente prometió un quiebre con el modelo neoliberal heredado, ha terminado por diluirse en una moderación que lo acerca más a la antigua Concertación que a un proyecto transformador. Su enfoque en políticas identitarias, sin abordar con profundidad las desigualdades socioeconómicas —salvo la reforma previsional, insuficiente para desmontar el sistema de capitalización individual—, ha generado frustración en sectores que esperaban cambios estructurales. La altanería moral de algunos de sus representantes, sumada a casos de corrupción, ha erosionado aún más su credibilidad, dejando en evidencia que la retórica progresista no basta para sostener un mandato.  

La crítica al “modelo Chicago-gremialista”, vigente desde la dictadura y perpetuado por los gobiernos posteriores, sigue siendo un eje discursivo recurrente. No obstante, ni la oposición ni el oficialismo han logrado articular una alternativa sólida al Estado subsidiario. La derecha insiste en un liberalismo económico que ignora la crisis social, mientras la centroizquierda navega entre la nostalgia concertacionista y la incapacidad para reformular su agenda. En este contexto, el libertarismo de Kaiser —con su énfasis en la reducción estatal— podría capitalizar el desencanto, pero su propuesta carece de una hoja de ruta viable para problemas como la seguridad, la salud o la educación, áreas donde el mercado ha demostrado ser un administrador deficiente.  

El verdadero problema, sin embargo, trasciende a las figuras individuales. Chile enfrenta una crisis de proyecto país: no existe una visión compartida sobre cómo resolver la tensión entre crecimiento económico y equidad, ni sobre el rol del Estado en un mundo globalizado. La ciudadanía, hastiada de promesas incumplidas y discursos maniqueos, exige respuestas concretas ante el costo de vida, la delincuencia y el acceso a servicios básicos. Sin embargo, la clase política —atrapada en lógicas cortoplacistas— parece más interesada en la supervivencia partidaria que en construir acuerdos de largo plazo.  

La experiencia municipal es sintomática: la derecha ha convertido las alcaldías en plataformas de crítica, pero no en laboratorios de innovación. Si bien es fácil responsabilizar a los antecesores, gobernar exige más que descalificaciones. La falta de resultados tangibles en infraestructura, transporte o seguridad local alimenta la percepción de que los partidos tradicionales carecen de herramientas para gestionar lo público. Este déficit se replica a nivel nacional, donde la discusión se estanca en polarizaciones abstractas —Estado versus mercado, progresismo versus conservadurismo—, sin avanzar hacia pactos sociales que reconcilien desarrollo y derechos.  

El ascenso de opciones como el Partido Nacional Libertario, aunque marginal, es un síntoma de esta fragmentación. Su narrativa antiestatal resuena en un electorado que asocia lo público con burocracia e ineficiencia, pero omite que el libertarismo extremo —como demuestran experiencias internacionales— suele profundizar las desigualdades y debilitar los mecanismos de protección social. Chile no necesita una reedición del neoliberalismo, sino un debate honesto sobre cómo modernizar el Estado para que sea más ágil y justo, sin renunciar a su rol redistributivo.  

En este marco, la próxima elección presidencial podría reducirse a una competencia entre el “mal menor”. Evelyn Matthei representa la continuidad de una derecha que no ha renovado su imaginario desde los años noventa, mientras Kaiser encarna una utopía mercantilista tan seductora como riesgosa. El Frente Amplio, por su parte, debe decidir si rectifica su rumbo o se consolida como una fuerza más del statu quo.  

El desafío para Chile no es solo elegir entre opciones existentes, sino exigir que surjan nuevas. La política requiere líderes capaces de trascender la coyuntura, de proponer reformas audaces —en pensiones, tributación, descentralización— y de reconstruir la confianza ciudadana mediante resultados, no eslóganes.

Mientras los partidos sigan anclados en tácticas de desprestigio mutuo y en la defensa de intereses sectoriales, el desencanto seguirá siendo el principal protagonista de nuestra democracia. La hora exige menos encuestas y más ideas; menos cálculo electoral y más grandeza histórica. El futuro de Chile no puede depender de quien desacredita mejor al rival, sino de quien es capaz de unir a un país fracturado en torno a un proyecto común.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
Publicidad

Tendencias