Publicidad
Trump, Netanyahu y “el caracol en la navaja” Opinión

Trump, Netanyahu y “el caracol en la navaja”

Publicidad
Javier Agüero
Por : Javier Agüero Filósofo. Universidad París 8
Ver Más

La historia humana es la historia del caracol en la navaja; un siempre transitar en el riesgo de caer en el abismo total y de ser heridos de muerte por la pulsión a la debacle en todas sus formas. 


“He visto un caracol, se deslizaba por el filo de una navaja”, le contaba el coronel Kurtz (M. Brando) al capitán Willard (M. Sheen) en una de las escenas más sombrías y en uno de los diálogos más traumáticos de Apocalypse Now (1979) –y quizás de toda la historia del cine–.

La imagen es perturbadora; un crustáceo avanzado lentamente por una superficie estrecha y en la que la amenaza del abismo está ahí, siempre. Además, no se trataría únicamente del desplazamiento lento (pero constante) del caracol, sino del permanente riesgo del corte, de la hendidura del filo en el cuerpo; abismo y muerte reunidos en la latitud justa del horror y de lo ominoso que no puede sino ser la precuela de un desastre.

Sin embargo, el caracol parece saber desplazarse por la navaja y no temer a la muerte. No expresa miedo a su propia extinción de errar la ruta y simplemente sigue el instinto suicida de su impulso liminal.

La escena de Apocalypse Now no es únicamente una metáfora del horror del mundo, o de hasta dónde puede llegar el hombre en su afán de avanzar y colonizar, se trataría también del habitar en el terror, en el filo de un cuchillo bien entrenado que no permite el descuido, porque nos mutila al tiempo que nos lanza al vacío anunciando el advenimiento irreversible de una devastación.

La historia humana es la historia del caracol en la navaja; un siempre transitar en el riesgo de caer en el abismo total y de ser heridos de muerte por la pulsión a la debacle en todas sus formas. 

Si bien algunos investigadores atribuyen la desaparición del Homo neanderthalensis a la extrema violencia de los Homo sapiens, provocándose la idea de que esta puede haber sido la primera manifestación racional de un exterminio, la guerra no es originaria; nadie sabe cuál fue el momento inaugural que desató la furia tanática de un pulso que lo trasciende todo: homos, tiempo, épocas, culturas, sistemas políticos, formatos religiosos, en fin.

No obstante, sin ser originaria es a la vez “la” historia del mundo y de la humanidad. No es posible comprender algo así como la dinámica de la historia misma sin revisitar la secuencia aleatoria de las guerras en diferentes partes del planeta, diseminándose sin tiempo y espacio específicos; insistimos, no tenemos registro de cuándo un grupo se enfrentó a otro por primera vez, pero sí sabemos que no hay nada más regular que la guerra y nada más consustancial a la “naturaleza humana” (concepto difícil, pero, en este caso, ayuda) que la tracción y el impulso a acabar con aquellos de su misma especie que, en este punto, es identificado como la alteridad que debe ser borrada. 

Y esto no es –nunca lo sería– una tendencia biologicista cercana a la idea de “selección natural” propuesta por Darwin y recuperada para solventar los deletéreos discursos de supremacía racial que han derivado en diferentes intentos de aniquilación, no. Es una intimidad, una propiedad intrínseca, algo que nos va adherido sin saber cuándo comenzó y cómo fue que la historia decidió darse rodaje tomando, como principio y ética, a la guerra y la violencia. 

La perversión de la guerra es metafísica.

En este sentido, la guerra nunca ha sido “una”, sino alternante, múltiple y de diferente signo, muda o estruendosa, fría o caliente, civil, regional o mundial; se da en diversas zonas y a partir de un sinnúmero de causas, pero, como sea, es lo que pasa.

Y esto es radical y triste, sin embargo, y con la misma potencia, una brutal constatación: nos reconocemos en la guerra, esta nunca nos ha sido ajena sino absolutamente constitutiva de lo que entendemos por vida y muerte, devenir o destino histórico. Las guerras no son “excepcionales”, inéditas si se quiere; jamás han interrumpido el curso de la historia porque son la historia en propiedad, y al revés, propiedad de la historia. 

La guerra es la única ritología común en la que se reúnen todas las civilizaciones, anacrónicamente y sin precisión temporal o espacial. Al final se trataría de esto, es decir y en breve, que la guerra es a-temporal y a-espacial, no requiere patrones históricos particulares ni de puntos fijos en el mapa para desplegarse; es ontológica, le va a la historia y es ahí, siempre, siendo el síntoma a la vez que la implosión evidente de la ruina porvenir y de lo ilícito extremo como vector y régimen de cualquier “hoy”. La guerra siempre es aquí y ahora, es “ser y tiempo”.

Solo en el siglo XX es posible reconocer múltiples genocidios que dan cuenta de esta regularidad que no tiene origen. Solo por nombrar algunos: el armenio, el ruandés, el judío, el checheno, el namibio, el chino, en fin. La lista es mucho más extensa, es obvio, pero, aunque reducida, es nítido el salvajismo que no es otro que el de la humanidad en su inmemorial afán de destrucción. El sádico velo que recubre cada uno de los pasos de la historia.

Entonces el caracol en la navaja adquiere diferentes rostros, resignifica, es polisémico, haciendo palidecer el presente  y larvando, entonces, la destrucción por venir.

Y al día de hoy la membrecía de la guerra y sus parroquianos criminales se relame y acicala jubilosa, porque hizo coincidir –en una necrótica mala jugada de la historia– a Netanyahu con Trump, hiperbolizando la masacre y llevándola a un patetismo aún más extremo, a la vesania y la demencia.

A punto de realizar su fetiche mortal y no solamente arrasar con el pueblo palestino en Gaza, sino también subastarlo y transformarlo en una suerte de cementerial Côte d’azur, edificado sobre los miles de muertos y una vez que todos los gazatíes hayan sido eyectados fuera de su tierra. Como decía el personaje Ulises en la obra homónima de Joyce: “En cualquier caso, este libro resultaba terriblemente arriesgado. Lo separa de la locura una hoja transparente”. 

Y este es el momento en el que habita la humanidad de cara a la alianza Netanyahu-Trump; la locura y el desate total del exterminio se deja ver en la transparencia sin escrúpulos de dos sujetos enajenados que empujan al caracol hacia el vacío. Parafraseando a Iggy Pop, el corazón de esta alianza está “llena de Napalm” revelando, ahora al decir de Maurice Blanchot, “el secreto de ese antiguo miedo”; antiguo miedo que es la guerra y que nunca será, y esta es otra triste evidencia, la última.

Así como no podemos dar con la guerra originaria, tampoco es posible identificar la guerra final. Una guerra siempre será el anuncio de otra y la paz, la tan mentada y ansiada paz, una pausa a modo de recurso para repasar tácticas y sofisticar la necrotécnica; para afilar nuevamente y en espiral invariable la navaja por la que circula el caracol de la historia.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
Publicidad

Tendencias