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Contra la responsabilidad afectiva
Partamos por reconocer que la pretensión de vivir una vida lo más alejada posible del sufrimiento, protegida, con la menor incertidumbre y ansiedad, tiene mucha relación con la forma en que una generación en particular entiende el mundo.
Las columnas de opinión, a mi modo de ver, deben merodear en la frontera de aquellos conceptos que a veces damos por sentados, traspasar sus bordes y regresar si es necesario, pero no claudicar ni intimidarse en esta exploración. En este mes del amor, creo necesario poner a prueba la razonabilidad de lo que entendemos por responsabilidad afectiva en el mundo actual.
Este concepto hace referencia a la tendencia de exigir a las y los pretendientes la capacidad de ser conscientes de los sentimientos propios y ajenos, así como del impacto de sus acciones y palabras en ellos, permitiendo crear vínculos sanos y de respeto mutuo con el fin de evitar daños emocionales en el otro.
Partamos por reconocer que la pretensión de vivir una vida lo más alejada posible del sufrimiento, protegida, con la menor incertidumbre y ansiedad, tiene mucha relación con la forma en que una generación en particular entiende el mundo. Sin embargo, aunque ciertamente lo ideal, esta aspiración no pareciera guardar relación alguna con la experiencia humana.
El mundo, por el contrario, está lleno de incertidumbre, sufrimiento, desprotección, azares y ansiedad. Creamos instituciones con la intención de dar alivio a esta condición humana, pero escasamente lo logramos.
Querer que el laborioso ejercicio de relacionarse emocionalmente con una pareja esté exento de incertidumbre, sufrimiento, desprotección y azares pareciera ser una exigencia fuera de los límites de la propia cultura. Vincularse sanamente requiere, precisamente, aprender a través de experiencias angustiantes que nos obligan a repasar la infancia y sus profundas huellas, generando un proceso de reelaboración que, conducido a buen puerto y ojalá con ayuda de una persona que lo oriente, permite alcanzar una forma de vinculación saludable.
Este aprendizaje no debe anteponerse como requisito, menos en personas con poca experiencia de interacción social, como ocurre en la juventud. Se logra con los años y gracias a nuestras exparejas, que nos ayudan, muchas veces a través de la ruptura y la angustia que ello genera, a desarrollar una mejor autoconciencia.
Por supuesto, esto no es exclusivo del proceso de vinculación en pareja; es, más bien, la forma en que aprendemos a relacionarnos socialmente, como ocurre en la dinámica de experimentación, error y corrección con la que aprendemos a ser mejores personas en el trabajo. Anteponer un requisito de experiencia laboral a un joven de 18 o 22 años sería ideal (y económico), pero no pasaría de ser una mera ensoñación. Del mismo modo, imponer un requisito de responsabilidad afectiva a un joven sería económico psíquicamente, pero ahorrando, la mente no crece.
En segundo lugar, resulta más extraña esta exigencia en un contexto en el que gran parte de las relaciones comienzan a través de aplicaciones que segmentan, con un nivel de detalle escalofriante, el tipo de relación que uno pretende establecer con el otro.
Tinder o Bumble, por ejemplo, obligan a declarar intenciones, tales como diversión de una noche, citas serias, relaciones de largo plazo, amistad o relaciones abiertas. En el mundo LGBTQ+, Grindr ofrece filtros específicos para satisfacer deseos particulares, incluidos morbos y fetiches.
¿No debería esto prevenir, en parte, los problemas de asimetrías de información entre pretendientes? Esta generación cuenta, huelga decirlo, con herramientas más sofisticadas para conocer de antemano las intenciones del otro que las antiguas generaciones, volviendo explícito aquello que antes podía tardar meses o años en revelarse.
En tercer lugar, la idealización de las experiencias vinculares, a través de la imposición de este requisito de moda, le resta a la vida misma la aventura que significa abrirse mentalmente a conocer al otro. Identificar al timador del honesto, al fiel del infiel, desentrañando el misterio tras su lenguaje y explorando los aspectos conscientes e inconscientes que devela intermitentemente su conducta, sus gestos, sus lapsus, sus ensoñaciones y sus discursos es una labor ardua, pero necesaria.
Una vida desprovista de este proceso de conocimiento, error, angustia, dolor, aprendizaje y afinamiento es una vida desprovista de literatura y drama, una vida aséptica, una distopía finalmente. No nos permitiría contar con una “Desolación” de Gabriela Mistral, una vida intensa y trágica como la de Teresa Wilms Montt, o una “Canción desesperada” de Pablo Neruda.
Sería, además, porfiar la naturaleza humana, pues estamos llamados a amar con urgencia, sin mucho filtro en los primeros intentos. “Porque todo amor es urgente, porque nos vamos a morir”, dice Raúl Zurita, y es cierto. Es difícil pedirle a un ser humano joven, como todos lo hemos sido, que no ame con esa angustia vital, creyendo a los 28 años que una ruptura significa el fin trágico de la existencia (eso pensamos antes de caer en el diván).
Con la crianza que hemos recibido la mayoría de nosotros, es muy difícil no “desear ser el deseo del otro”, ese fantasma que muchos portamos por nuestra necesidad primaria de aprobación de nuestros padres, como nos cuenta Jacques Lacan.
Finalmente, y quizá lo más relevante, es que jamás podremos cumplir el anhelo de uniformar a las personas. La vida, como señala Forrest Gump, “es una caja de bombones, nunca sabes lo que te va a tocar”, y aprender a vivir con esa incertidumbre, a levantarse y seguir adelante pese a todas las adversidades, a desarrollar resiliencia, es quizás la mejor lección que podamos enseñar, teóricamente por supuesto, a las siguientes generaciones. Porque, claramente, lo aprenderán por experiencia propia.
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