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Son las políticas culturales, no la figura y vida de Mon Laferte Opinión

Son las políticas culturales, no la figura y vida de Mon Laferte

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Samuel Toro
Por : Samuel Toro Licenciado en Arte. Doctor en Estudios Interdisciplinarios sobre Pensamiento, Cultura y Sociedad, UV.
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La crítica no apunta a un cuestionamiento al mérito individual de la cantante, sino a la denuncia de una política cultural obsoleta, que utiliza el operacionismo político para consolidar una imagen de éxito que, en realidad, oculta una estructura profundamente desigual y excluyente.


La polémica generada en torno a la exposición de Mon Laferte, a raíz de una carta pública de denuncia sobre el despido del jefe de Programación del Centro Cultural Parque Cultural de Valparaíso (PcdV), ha encendido dos frentes de debate que, a priori, parecen opuestos, pero que en realidad revelan una crisis de fondo en el manejo de la cultura en nuestro país. Por un lado, se discute la calidad de la obra y la imagen de la cantante, mientras que, por otro, se denuncia una política cultural débil, centralizadora y arbitraria. La carta firmada por casi 600 actores y gestores culturales -que ha circulado en medios de prensa- no es un ataque contra la trayectoria de Mon Laferte, sino un reclamo contundente contra un sistema que, a través del operacionismo político, utiliza nombres reconocidos para enmascarar una realidad de precariedad extrema.

La discusión sobre la calidad de la obra de Mon Laferte, si bien es un tema válido en el ámbito estético -fui yo quién inició ese debate en una columna de opinión- se utiliza como cortina de humo, apelando a la falacia de apelación a la emoción y los sentimientos, como también a la falacia de pista falsa para ocultar el verdadero problema: la ausencia de una política cultural robusta. La carta firmada por cientos de profesionales deja en claro que la denuncia no se dirige contra la artista, sino contra un sistema que instrumentaliza su imagen para distraer a la opinión pública de las fallas estructurales en la gestión cultural. La utilización de un nombre reconocido es un recurso que podría haberse aplicado a cualquier otro rostro del espectáculo, sin que ello modificara la raíz del problema: la necesidad urgente de “reformar” y descentralizar las políticas culturales en Chile.

Para comprender la dimensión de este problema resulta indispensable retomar el concepto de “espectáculo” tal como lo propuso Debord. El autor explica que el espectáculo no es simplemente un conjunto de imágenes llamativas o eventos aislados, sino una forma de organización social en la que la vida se reduce a representaciones mediáticas. Según Debord, las relaciones auténticas y directas se ven reemplazadas por simulacros mercantilizados, en los que lo real es sustituido por una apariencia cuidadosamente elaborada para mantener el control y la alienación. En otras palabras, el espectáculo es la lógica que convierte la existencia en una serie de imágenes prefabricadas, donde el impacto superficial y la inmediatez mediática se imponen sobre el compromiso real y la participación activa.

Esta lógica es especialmente perniciosa en el ámbito cultural. Cuando se utiliza la imagen de Mon Laferte para enmascarar decisiones arbitrarias -como el despido de Alonso Yáñez del Parque Cultural- se reproduce precisamente ese esquema de simulacro que Debord criticaba. La sobrevaloración de la presencia mediática desplaza la atención de los problemas estructurales: la centralización de recursos, la falta de criterios transparentes en la selección de artistas y la ausencia de un financiamiento estable para el sector, entre muchos otros asuntos de complejidad. En este sentido, la instrumentalización del espectáculo se convierte en un mecanismo que perpetúa la precariedad, transformando al arte en un producto de consumo que se rige más por la imagen que por su capacidad de transformar y generar diálogo crítico.

Es fundamental entender que el debate sobre la supuesta “deficiencia” estética de una figura como Mon Laferte es una distracción que desvía la atención de la urgencia de reformar un sistema que ha fallado en proteger y valorar a quienes hacen del arte su forma de vida. La crítica formulada en la carta no se trata de un cuestionamiento al mérito individual de la cantante, sino a la denuncia de una política cultural obsoleta, que utiliza el operacionismo político para consolidar una imagen de éxito que, en realidad, oculta una estructura profundamente desigual y excluyente. 

La polémica en torno al Parque Cultural y la subsiguiente carta de denuncia nos obligan a replantear la forma en que concebimos la cultura en Chile. No se trata de una cuestión de gusto o de calidad individual, sino de reconocer que el arte es un derecho social y un pilar fundamental en la construcción de una nación. La instrumentalización del espectáculo para fines políticos no puede ser la excusa para ignorar las necesidades reales del sector artístico.

La lección que nos deja este episodio es clara: mientras se debate sobre el brillo superficial de la fama, se ocultan problemas estructurales que requieren soluciones profundas y complejas. La transformación de la política cultural debe ir más allá de la mera presencia de figuras mediáticas: debe implicar un trabajo mancomunado que no se aproveche de la fragilidad política de los gremios artísticos en la actualidad para generar distracciones mediáticas, que no es otra cosa que operacionismos políticos en el reparto estético, como modelo frágil de la cultura y las artes y velado de espectacularidad “brillante”. Cuando una gestión, que ignora las tramas y campos artísticos, se aprovecha de ello para los réditos de políticas de turno, se convierte en distracción mediática (arte en la política y no arte político).

Un principio general debiese ser que se dejaran de nombrar ministros o ministras de las culturas a personas que vienen de la farándula e involucrar a quienes tienen conocimientos en torno a las complejidades conceptuales y prácticas de una disciplina que ha cambiado muchas de las esferas de la vida en la historia de nuestra especie, desde aspectos ontológicos, éticos y de mercado, entre muchísimos otros, además de poder ejercer una voz política real y no una obediencia irrestricta, donde el gobierno central debiese consultar al o la ministra que rumbo tomar en el tema y no al revés. 

La crisis que atraviesa la política cultural en Chile es mucho más que un debate sobre la calidad de la obra de una celebridad. La denuncia plasmada en aquella carta es un llamado urgente a un cambio: a repensar, reestructurar un modelo que, en su forma actual, perpetúa desigualdad y precariedad. El utilizar nombres populares como parches temporales nos aleja, más aún, del hecho de abordar, de manera colectiva, los problemas “de la infancia” profundos que amenazan el presente y futuro del arte en Chile.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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