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King Donald I
Sin el consenso en torno al respeto por la forma constitucional, se expone a que surjan líderes que desafíen su mandato. Esos líderes podrían aducir, con justicia, su carencia de legitimidad democrática y buscarían derrocarlo.
En una declaración reciente, en la que se oponía a la decisión de Nueva York de reducir la congestión vehicular en Manhattan, Donald Trump escribió: “Long live the King!”. Luego, la Casa Blanca publicó en las redes sociales un retrato de Trump luciendo una corona real.
Esto coincide con otras declaraciones de Trump en las que exalta el exorbitante poder político que cree haber adquirido. En estilo napoleónico ha llegado a decir: “Quien salva a su país, no viola la ley”. Su disconformidad con los límites que impone la Constitución queda a la vista en su preferencia por las “executive orders”, decretos leyes que le permiten saltarse el trabajo legislativo ordinario y que, al hacerlo, dañan la institución del Estado de Derecho.
Su entusiasmo por la monarquía aparece también en su declarada admiración por dictadores y lideres fuertes como Vladimir Putin, Viktor Orbán, Jair Bolsonaro y Kim Jong-un. Estrechos colaborares suyos, como Elon Musk y Steve Bannon, han alzado el brazo, imitando el saludo de Hitler y los nazis, durante recientes asambleas políticas.
Si se toma en cuenta que Trump no es un comandante militar valeroso (evadió cobardemente servir en Vietnam), ni un escritor notable (sus bodrios han sido obra de escritores fantasmas), podría caber un elemental paralelo con Julio César. Su gobierno podría marcar el fin de la república y el inicio de un principado en los Estados Unidos (algunos también han notado que tanto César como Trump han empleado imaginativos recursos para ocultar incipientes calvicies).
Hay, por último, una razón estrictamente personal para buscar perpetuarse en el cargo al modo de un monarca. De lograrlo, Trump evitaría enfrentar a la Justicia una vez completado su mandato. Si pudo evadir los juicios por sus probadas felonías, ello se debió al hecho de haber sido elegido presidente en una elección limpia. Terminado su mandato, esos juicios serán reactivados y podrían condenarlo a penas que incluyen la posibilidad de ir a prisión.
Estas señales pueden ser consideradas como anecdóticas, pero hay razones sistemáticas que avalan su ambición monárquica y su desprecio por los procedimientos democráticos y por el Estado de derecho.
Ya en su primer mandato anunció su intención de desmantelar el Estado administrativo. Este fue el mantra de Bannon y Stephen Miller, sus consejeros más cercanos, inspirados en el pensamiento político de Carl Schmitt. Si este propósito no tuvo éxito durante su primer mandato, a partir del inicio de su segundo lo está haciendo en forma acelerada y profundizada.
Se ha interpretado el ataque contra el Estado administrativo como equivalente a la fobia antiestatista de libertarios y anarquistas, pero esa fobia tiene como contrapartida un fervor por el Estado ejecutivo que puede definirse históricamente como el que existió durante las monarquías absolutas del continente europeo en los siglos XVII y XVIII. En dichos Estados, la decisión gubernativa quedaba en manos de la suprema voluntad personal de un jefe de Gobierno y su mando autoritario.
Hay que dejar en claro que el régimen que quiere imponer Trump no es una monarquía constitucional como la que existe actualmente en el Reino Unido, Bélgica, España, Canadá, etc. Se trata de una monarquía absoluta definida por el principio monárquico tal como lo determinó Luis XVIII en 1814.
Ese principio establece que el monarca es el sujeto del poder constituyente y, por tanto, crea la ley y no debe gobernar de acuerdo con leyes promulgadas por un Parlamento. Sus súbditos juran o prometen obediencia y lealtad a su persona, y no a la Constitución. Esto lo sitúa por encima y más allá del orden constitucional que resulta así sobrepasado. Trump está exigiendo la misma muestra de lealtad personal.
Es cierto que Trump enfrenta una dificultad para erigirse como monarca absoluto. Estados Unidos tiene una tradición republicana bicentenaria y debe su inicio a una revolución que derrocó a Jorge III, un monarca constitucional. ¿Cómo conseguir que el pueblo americano acepte su ambición monárquica?
Con este objetivo Trump ha comenzado a usar la carta que puso en juego Hitler, y hoy en día Putin. En 2014, Putin invadió Ucrania y se apoderó de Crimea, tal como, en 1938, Hitler invadió Checoslovaquia y se apoderó de su territorio. En 2022 Putin declaró a Ucrania como parte de Rusia e invadió militarmente su territorio. Esta aventura imperialista ha contado con el apoyo mayoritario del pueblo ruso. Las encuestas indican gran apoyo popular a su gestión.
Imitando a Hitler y Putin, Trump ha anunciado que desea convertir a Canadá en el estado número 51 de los Estados Unidos. Se ha referido al primer ministro Trudeau como uno más entre los gobernadores americanos y lo ha invitado a reunirse con ellos. No ha amenazado una invasión militar, pero sí de estrangular a Canadá económicamente hasta que renuncie a su soberanía. Es de esperar que todas estas bravatas no sean más que eso.
Es también muy posible que Trump se dé muy luego cuenta de que aspirar a convertirse en soberano absoluto significa renunciar a la protección institucional que otorga el régimen constitucional. Sin el consenso en torno al respeto por la forma constitucional, se expone a que surjan líderes que desafíen su mandato. Esos líderes podrían aducir, con justicia, su carencia de legitimidad democrática y buscarían derrocarlo. Trump asegura que busca la paz, pero sus acciones podrían conducir inevitablemente a la guerra.
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