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En razón del mérito
Si la presencia de un individualismo extremo es un rasgo distintivo de la sociedad estadounidense desde sus orígenes, la nuestra se caracteriza por su persistente talante estamental, el que perdura hasta hoy y cruza el arco político.
En su última columna en El Mostrador, Carlos Cerpa sostiene que quienes hemos defendido la idea de que una segunda renovación socialista debería tomar en consideración el ideal meritocrático como parte de su proyecto político, eludimos pronunciarnos sobre las bases materiales que habrían de sostener una sociedad alejada de los principios neoliberales, como sería el caso de Chile.
Ahorrémonos de una vez la sospecha: estoy convencido de que nuestra sociedad es profundamente desigual, de que la desigualdad existente en nuestro país está íntimamente ligada a las condiciones materiales de vida y tiene, además, raíces culturales y políticas profundas, anteriores incluso a la imposición del neoliberalismo en dictadura.
Superar el Estado subsidiario y construir un Estado Social de Derecho que replantee la relación entre Sociedad Civil, Estado y Mercado, es una cuestión ineludible para el progresismo en general y para los socialistas en particular.
No obstante, no hay nada más alejado del neoliberalismo que la adhesión al principio meritocrático, solo basta leer a Hayek y, si no, al propio Sandel. En consecuencia, se puede abrazar el mérito como principio distributivo y, al mismo tiempo, considerar que el Estado debe jugar un rol importante en la redistribución, justamente, para garantizar que dicho principio opere.
En mi columna anterior, afirmé que la versión tecnocrática del mérito que describe Sandel en su texto respondía a la evolución propia de la sociedad de los Estados Unidos. Quisiera reforzar ese argumento señalando que, aun cuando tanto la cultura estadounidense como la europea comparten la idea de que las recompensas económicas al trabajo de cada cual debieran ser un reflejo de las desigualdades basadas en los talentos naturales, existen amplias diferencias a un lado y el otro del Atlántico.
En esto puede ser útil echar mano a la distinción de Isaiah Berlin entre libertad negativa y libertad positiva. Mientras Estados Unidos desde su fundación se situó más cerca de la primera, esto es, la libertad como limitación a la coacción arbitraria ajena, Europa, en su mayoría, se situó más cerca de la segunda, entendiendo la libertad como aquella capacidad para desarrollarse autónomamente y tomar decisiones para alcanzar propósitos fundamentales.
En consecuencia, desde sus orígenes la cultura estadounidense, a la vez que celebra el individualismo y la autosuficiencia como virtudes esenciales, desconfía del actuar del Estado, al punto que el derecho a portar armas se encuentra garantizado en la propia Constitución. La noción del “Self Made Man” y la consecuente distinción entre “winners” y “losers” es un reflejo de esta mentalidad, en la que el fracaso se percibe como una falta de carácter. La meritocracia que hoy apela al credencialismo universitario, la que describe Sandel en su texto, es heredera de esta larga historia.
Los europeos, por el contrario, reconocen las limitaciones que plantea la economía capitalista al progreso material basado únicamente en el trabajo, debido a las contingencias que escapan al control de los individuos. Por ello, en una parte importante de Europa continental y en menor medida en el Reino Unido, la intervención estatal está orientada a garantizar ciertos derechos esenciales, para que cada cual cuente con las condiciones para emprender sus proyectos de vida, apelando a un principio de solidaridad y al interés público.
Tal como señala Jürgen Habermas, todas las sociedades que cuentan con sistemas de estratificación social enfrentan el reto de distribuir el producto social de forma desigual y sin embargo legítima, por lo que, de algún modo, deben justificar dicha desigualdad como justa, a través de ciertos principios normativos, de lo contrario, ponen en riesgo su propia permanencia.
Por consiguiente, no es posible eludir el debate. Ahora bien, lejos de operar como una ideología, estos principios actúan como recursos que los agentes sociales usan pragmáticamente, según sea el caso, para justificar y también para criticar el orden social.
Por eso resulta interesante la indignación que causó la noticia del salario de Marcela Cubillos en la Universidad San Sebastián y su posterior defensa, puramente fáctica y, por tanto, apegada al libreto neoliberal, de que el monto del pago reflejaba un acuerdo entre privados que representaba el valor de mercado que la mencionada universidad estaba dispuesta a pagar por sus servicios.
Tuvo la virtud de develar la relevancia de este debate y su carácter movilizador, al punto que los electores de una de las comunas más acomodadas de Chile, una de las tres que se negó a reformar la Constitución de Pinochet en el plebiscito de entrada, estuvieron dispuestos a bajarla del pedestal de virtual alcaldesa conferida por ella misma y los medios afines, por juzgar que, llegado el momento de la verdad, ensayaba una defensa puramente fáctica de su millonario sueldo, saltándose el principio meritocrático al que supuestamente adhería fervientemente.
Si la presencia de un individualismo extremo es un rasgo distintivo de la sociedad estadounidense desde sus orígenes, la nuestra se caracteriza por su persistente talante estamental, el que perdura hasta hoy y cruza el arco político. Existe demasiada evidencia que da cuenta de aquello y la ciudadanía constata a diario la opacidad existente en el acceso a cargos, ocupaciones y salarios, los que poco tienen que ver con la meritocracia.
Sin embargo, esta es solo una parte de la historia. Una parte relevante de quienes adhieren al principio meritocrático se alejan de la versión tecnocrática del mismo, tal como la describe Sandel.
Antes del estadillo, en el marco de mi tesis doctoral, estudié la legitimación de las desigualdades salariales. El estudio, de carácter cuantitativo y cualitativo, tuvo como propósito conocer el sentido ordinario de la justicia que movilizaban quienes ejercían distintas ocupaciones para valorar el aporte de cada uno al proceso productivo y los principios normativos a los que echaban mano, fuese para justificar o criticar las diferencias salariales.
Finalmente, uno de los focos de la indagación estuvo puesto en conocer hasta qué punto la adhesión al mérito contribuía a la legitimación de las brechas salariales existentes en el país o si, por el contrario, dicho principio podía servir como un argumento crítico de las mismas. Por razones de espacio no puedo extenderme en todos los detalles de la investigación, sin embargo, quisiera destacar algunos aspectos que me parecen relevantes.
En primer lugar, la constatación de que, aun cuando todos los grupos situados en diferentes puntos de la escala ocupacional, adherían a la meritocracia, a diferencia de lo que ocurre en Estados Unidos, dicha adhesión se apartaba de la excesiva sobrevaloración de las credenciales universitarias, quizás producto de la masificación de la formación superior y la desigual calidad de la oferta formativa.
En segundo lugar, a medida que crecía el compromiso con el mérito, aumentaba la percepción de que la brecha salarial entre ocupaciones situadas en el opuesto de la escala ocupacional, esto es, el presidente de una compañía y un obrero no calificado, era exagerada, considerando que el salario del primero estaba por sobre lo que se consideraría justo, sugiriendo dos hipótesis alternativas, no necesariamente excluyentes entre sí: a) que quienes adherían al mérito percibían la existencia de mayores brechas salariales de la que estarían dispuestos a aceptar como fruto de la capacidad individual, puesto que una cosa son los principios y otra distinta las recompensas; b) la sospecha de que quienes, como el presidente de una compañía, estaban en la cúspide de la escala ocupacional y salarial, no habían llegado allí solo por sus capacidades individuales.
En tercer lugar, al realizar un análisis más fino, a través de experimentos sociales dirigidos a distintos grupos ocupacionales, se constató que, quienes pertenecían a grupos ocupacionales de más alto estatus, llegado el momento de tener que justificar su adhesión a mayores brechas salariales, echaban mano, al igual que Marcela Cubillos, a explicaciones de facto.
Los grupos ocupacionales de más bajo estatus, por el contrario, proponían brechas salariales menores en razón, justamente, del mérito, reivindicando su contribución y aporte al proceso productivo, mostrándose críticos de la desigualdad imperante, porque quienes realmente hacían el trabajo y permitían cumplir con las metas eran ellos, los que estaban más abajo en la cadena productiva, destacando la ausencia de proporcionalidad entre contribución y retribución.
En consecuencia, lejos de ser un debate filosófico que les atañe solo a intelectuales, las personas de a pie se toman en serio la cuestión acerca de los principios sobre los que se valora la participación y el aporte de cada cual, al proceso productivo, particularmente, cuando juzgan sus propias recompensas salariales y las comparan con las de los demás. Lo han hecho desde siempre. Lo interesante y revelador es que, aunque adhieren al mérito, están lejos de ser víctimas ideológicas del capitalismo neoliberal, pues cuentan con capacidades reflexivas, que quienes desean representarles desde la izquierda del arco político, muchas veces ignoran.
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