Publicidad
La seguridad como deuda pendiente en Chile Opinión AgenciaUno

La seguridad como deuda pendiente en Chile

Publicidad
Fabián Bustamante Olguín
Por : Fabián Bustamante Olguín Académico del Departamento de Teología, Universidad Católica del Norte, Coquimbo
Ver Más

El asesinato de María Angélica Ascuí, bailarina asesinada por un ciudadano colombiano en Castro, o el ataque a tiros en Bellavista —donde una persona perdió la vida mientras comía un completo—, no son hechos aislados. Son síntomas de un fenómeno transnacional.


La seguridad ciudadana se ha convertido en una herida abierta para el gobierno del presidente Gabriel Boric. Lo que comenzó como una promesa de modernización progresista —con énfasis en derechos sociales y reformas estructurales— hoy se ve ensombrecido por una realidad incontestable: Chile atraviesa una crisis de delincuencia que el oficialismo no logra contener.

La semana reciente, marcada por una seguidilla de crímenes violentos, expone no solo la magnitud del problema, sino también la incapacidad de las autoridades para ofrecer respuestas convincentes. Mientras el Gobierno insiste en cifras que sugieren una reducción de delitos, la ciudadanía experimenta lo contrario: asaltos a plena luz del día, balaceras en barrios emblemáticos y homicidios que conmocionan por su saña. La distancia entre los datos oficiales y la percepción social no es un error de comunicación; es un abismo que refleja la urgencia de un replanteamiento estratégico.

El “Plan Calles Sin Violencia”, lanzado con bombos y platillos en 2023 ha demostrado su insuficiencia. Si bien incluye medidas como el aumento de patrullajes y la creación de fiscalías especializadas, su implementación parece desconectar de la complejidad territorial y social del crimen. La violencia no se combate solo con más policías en las esquinas, sino con inteligencia policial, coordinación interinstitucional y, sobre todo, con diagnósticos precisos sobre las redes delictivas.

El asesinato de María Angélica Ascuí, bailarina asesinada por un ciudadano colombiano en Castro, o el ataque a tiros en Bellavista —donde una persona perdió la vida mientras comía un completo—, no son hechos aislados. Son síntomas de un fenómeno transnacional: la penetración de bandas organizadas que operan con lógicas mafiosas, muchas veces vinculadas a migrantes en situación irregular. Aquí, el gobierno tropieza con un dilema ético y político: cómo abordar la delincuencia asociada a extranjeros sin alimentar xenofobias ni vulnerar derechos humanos.

El acuerdo firmado en 2023 con Venezuela para repatriar a connacionales involucrados en delitos graves —impulsado por el exministro Manuel Monsalve— parecía un paso en la dirección correcta. Sin embargo, la opacidad en su ejecución ha convertido la medida en un gesto vacío. ¿Cuántos personas han sido deportadas? ¿Qué criterios se aplican?

La falta de transparencia del subsecretario Luis Cordero al respecto no hace sino alimentar la desconfianza. Esto no solo mina la credibilidad del gobierno, sino que refuerza la narrativa de que el Estado ha perdido el control. Cuando un guardia de seguridad es apuñalado frente a la Universidad Católica por dos sujetos extranjeros, o cuando bandas motorizadas actúan con impunidad, la ciudadanía no necesita estadísticas: siente que el monopolio legítimo de la fuerza —ese pilar básico de cualquier democracia— se resquebraja.

El costo político de esta inacción es evidente. Cada noticia sobre un crimen violento se transforma en munición para una derecha que, aunque sin soluciones mágicas, ha logrado posicionarse como la opción “dura” frente a la inseguridad. Es un guión predecible: el progresismo, asociado a discursos garantistas, es acusado de blando; la derecha, de mano firme, promete orden, aunque su historial —como lo demuestran los problemas de seguridad en la comuna de Santiago bajo el alcalde Mario Desbordes— también esté lejos de ser intachable. La paradoja es amarga para Boric: su base electoral, precisamente los sectores populares y medios más expuestos a la delincuencia, comienza a cuestionar si la defensa de los derechos humanos incluye su derecho a caminar sin miedo.

Pero reducir el debate a “izquierda vs. derecha” sería un error. La seguridad es un desafío técnico antes que ideológico. Exige políticas basadas en evidencia: fortalecer la cooperación internacional para rastrear redes criminales, agilizar las expulsiones de extranjeros con antecedentes —respetando protocolos claros—, mejorar la inteligencia policial y, crucialmente, atacar las condiciones que alimentan el delito: la marginalidad económica, el tráfico de armas y la corrupción en instituciones clave. Además, se requiere honestidad: admitir que no existen soluciones inmediatas, pero que cada día de inacción profundiza el temor ciudadano.

Chile, país miembro de la OCDE, no puede permitirse normalizar que sus habitantes dejen de salir de noche por miedo. El gobierno de Boric enfrenta una disyuntiva: corregir el rumbo con medidas audaces y transversales, o arriesgarse a que su proyecto progresista sea recordado como el período en que el país entregó sus calles al miedo. La seguridad no es un tema más en la agenda: es la condición mínima para que cualquier otra utopía sea posible.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.

Inscríbete en nuestro Newsletter El Mostrador Opinión, No te pierdas las columnas de opinión más destacadas de la semana en tu correo. Todos los domingos a las 10am.

Publicidad

Tendencias