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Emilia Pérez: la película que expone la fragilidad del progresismo actual Opinión

Emilia Pérez: la película que expone la fragilidad del progresismo actual

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Mauro Basaure
Por : Mauro Basaure Universidad Andrés Bello. Centro de Estudios de Conflicto y Cohesión Social
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La controversia de Emilia Pérez revela con nitidez la dificultad de una izquierda que aspira a ser plural, pero vive un nuevo tipo de complejidad: la integración de diversas causas y la confrontación con las lógicas del espectáculo globalizado.


La polémica alrededor de Emilia Pérez la película de Jacques Audiard –éxito de crítica y taquilla, con nominaciones y premios en festivales (Cannes 2024) y certámenes (Golden Globes, César, Oscar) se ha vuelto un laboratorio perfecto para entender las dificultades que enfrenta hoy cualquier postura progresista en su deseo de posicionarse de manera clara y coherente.

Por un lado, la cinta aborda la transición de género de su personaje principal en un contexto de evidente riesgo (el mundo del narcotráfico mexicano), lo cual, en principio, se mostraría como un gesto audaz: dar visibilidad a una trama trans en un entorno en que campean el ataque a las minorías. 

Pero, por otro, la producción ha sido duramente cuestionada por aquello que, supuestamente, la haría “progresista”: la forma simplista en que la transición se retrata, la “exotización” de la violencia del narcotráfico, la ausencia de voces mexicanas en un relato que (según los críticos del filme) banaliza la tragedia cotidiana de un país donde la guerra contra el narcotráfico ha dejado cientos de miles de víctimas.

En esta tensión radica el quid de la cuestión. Desde una orilla, muchos ven en Emilia Pérez un paso hacia la apertura cultural: una actriz trans en un papel protagónico, una historia que desafía los roles de género, una reivindicación frente a los discursos ultraconservadores de la era Trump.

Vista así, la película constituye un símbolo de la diversidad y, por ende, un hito de la “agenda progresista”. Desde la orilla opuesta, sin embargo, otros señalan la lógica cínica de la industria: Hollywood –y, por extensión, el cine comercial francés– rentabiliza la “transgresión” integrándola a sus fórmulas de marketing, sin cuestionar a fondo la realidad política que explota ni las consecuencias para las comunidades afectadas. ¿Sigue siendo “progresista” una obra que reduce la violencia latinoamericana a un decorado musicalizado, y que refuerza clichés binarios sobre la bondad femenina y la maldad masculina?

La paradoja deviene, entonces, un ejemplo extraordinario de cómo la izquierda, en su afán por abrazar múltiples causas (la lucha de las mujeres, la justicia social, la libertad de orientación e identidad sexual, la empatía con las tragedias del Sur global), se topa con contradicciones internas.

Defender Emilia Pérez por su aparente inclusión trans puede entrar en colisión con la exigencia de respeto cultural hacia México. Celebrar su éxito comercial y en premios internacionales puede parecer un avance de la diversidad; o, en contraste, ser visto como una cooptación superficial. Esa ambigüedad impide proclamar un mensaje homogéneo: ¿es una victoria para la inclusión o una perversión más del capitalismo cultural?

Esta encrucijada –la de la representación trans vs. la banalización de la violencia mexicana, la de las victorias simbólicas vs. la extracción de historias ajenas– retrata el momento histórico en que vivimos: la izquierda se fragmenta cuando intenta conciliar múltiples agendas sin un anclaje territorial fuerte.

Por eso, la derecha aprovecha las aristas para denunciar “inconsistencias progresistas” o “doble moral”. ¿Cómo reclamar diversidad de identidades de género sin caer en el descuido de la ética poscolonial? ¿Cómo aplaudir la presencia de una protagonista trans sin cuestionar, simultáneamente, la marginación de las víctimas reales del narcotráfico?

El hecho de que la propia actriz Karla Sofía Gascón haya sido luego excluida de la campaña promocional tras el escándalo de sus antiguos tuits racistas, añade más complejidad. Desde un prisma “woke”, la productora Netflix habría hecho lo correcto al marcar distancia. Pero, desde otra perspectiva, surge la sospecha de que la industria solo cuida su imagen pública y no a la actriz trans que previamente había enarbolado como estandarte.

Es una contradicción que, para la derecha, ejemplifica la falta de coherencia interna de la “cultura woke”. Para la izquierda, en cambio, se convierte en una fuente de legítima incomodidad: ¿qué hacer cuando se presentan estos choques entre distintas luchas (lucha antirracista vs. defensa de la visibilidad trans)?

Así, la controversia de Emilia Pérez revela con nitidez la dificultad de una izquierda que aspira a ser plural, pero vive un nuevo tipo de complejidad: la integración de diversas causas y la confrontación con las lógicas del espectáculo globalizado. Esta ambivalencia –en la que cada colectivo involucrado reclama una reparación simbólica, pero las decisiones de la industria operan ante todo como negocio– acaba proporcionando munición a la derecha.

Para sus críticos, la izquierda se deshace en contradicciones y no sabe sostener una postura coherente. Y, en efecto, la postura progresista se halla atrapada: defender la visibilidad trans aplaudiendo una película problemáticamente “exótica” o denunciar la frivolidad cultural a costa de silenciar un filme que, de todos modos, rompe esquemas. Pareciera imposible ganar en todos los frentes simultáneos.

Por eso, el caso de Emilia Pérez resulta magistral para ilustrar las complejidades que enfrenta el progresismo. Aquí no bastan categorías de “representación” o “inclusión”; tampoco basta la crítica a la apropiación cultural. Se necesita una perspectiva más integral: ¿quién produce la narrativa, con qué participación de los afectados, quién se beneficia de la controversia?

El progresismo, si aspira a ser verdaderamente transformador, habrá de lidiar con estas contradicciones y encontrar una manera de no perderse en batallas simbólicas que, en última instancia, el capitalismo cultural sabe integrar y reciclar para su propio rédito.

Con todo, la gran lección de Emilia Pérez puede ser la de no emitir juicios sumarios. Cada avance (como la presencia de una actriz trans) puede llevar aparejadas dinámicas comerciales o representaciones estereotipadas que empañan el aparente triunfo. A la vez, cada crítica a la apropiación cultural corre el riesgo de ocultar la potencia de visibilizar una identidad marginada. Y en ese impasse, la derecha encuentra un filón para sostener su discurso: denunciar la “inconsistencia” progresista.

La cuestión radica en si la izquierda sabrá reconocer y procesar sus tensiones, sin negarlas ni simplificarlas, para construir posturas que integren lo mejor de la inclusividad con un respeto real por las comunidades y las luchas que dice defender.

Porque, en última instancia, es esa dificultad de “ponerse de acuerdo” y de conciliar frentes múltiples la que da la impresión de que la izquierda no logra articular un relato claro. Y es esa misma complejidad lo que, paradójicamente, evidencia la riqueza de tratar de ser fiel a principios de justicia cultural e identidad de género.

Quizá la única salida sea aceptar que no hay victorias simples y que el campo cultural se ha convertido en un campo minado donde cada paso exige una reflexión autocrítica. Emilia Pérez no ofrece una respuesta, pero nos muestra la monumental magnitud de un problema que la derecha aprovecha muy bien: la dificultad de la izquierda para hablar con una sola voz en un mundo rebosante de grietas identitarias, políticas y económicas.

 

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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