
El feminismo, una causa incompleta
A quienes sienten desesperanza ante la misoginia digital, los discursos de odio, el estilo matonesco de líderes políticos y la opresión institucional, quiero decirles: no están solas.
El feminismo, en su incesante batalla contra las sombras del patriarcado, no es una causa simple, sino una historia de resistencia escrita en los cuerpos de las mujeres a lo largo de los siglos. El movimiento feminista se ha construido a través de dictaduras, revoluciones y democracias frágiles, solo para descubrir que ningún derecho es inmune a la erosión del tiempo ni a la maquinaria de poder que opera incansablemente para socavarlo.
La cultura antifeminista no es un fenómeno reciente de nuestros tiempos, sino un engranaje bien aceitado que opera en los intersticios del poder, disfrazado de tradición, de orden natural, de miedo al cambio. Se infiltra en los medios de comunicación, en los discursos políticos, en las mesas de trabajo y en las narrativas domésticas que nos moldean desde la infancia. A través de la ridiculización y la trivialización, desarma la voz de las mujeres, convirtiéndola en ruido de fondo, en una molestia que debe ser acallada.
La reacción contra el feminismo no es una anécdota, es una estrategia con propósito, diseñada para mantener el statu quo, ese sistema donde las mujeres ocupan una segunda categoría.
Los movimientos de ultraderecha han entendido esto con una nitidez inquietante. En Estados Unidos, la restauración de una narrativa supremacista blanca y patriarcal ha encontrado en la misoginia una herramienta de control. La Corte Suprema, convertida en bastión del conservadurismo extremo, despojó a las mujeres de su derecho constitucional al aborto con la revocación de Roe v. Wade, un acto que no solo reconfiguró la política de género en el país, sino que envió un mensaje inequívoco: la autonomía femenina es un privilegio, no un derecho.
En Afganistán, el tiempo retrocedió y la violencia contra los derechos de las mujeres adoptó una de sus formas más crudas. Desde la toma del poder por los talibanes en 2021, las mujeres afganas han sido condenadas al anonimato. Ya no pueden recibir educación secundaria ni universitaria, ya no pueden trabajar en la mayoría de los sectores, ya no pueden desplazarse sin un tutor masculino, ya no pueden hablar en espacios públicos. Sencillamente, ya no pueden.
En América Latina, la criminalización del aborto en El Salvador condena a niñas violadas a maternidades impuestas, mientras líderes populistas como Jair Bolsonaro en Brasil convirtieron el desprecio por las reivindicaciones feministas en una insignia de autenticidad política.
En Argentina, la administración de Javier Milei ha buscado erradicar la perspectiva de género, disolviendo el Ministerio de Mujeres, Géneros y Diversidad y prohibiendo el lenguaje inclusivo en la administración nacional.
Y a esto debemos sumar el espacio virtual como un nuevo campo de batalla con códigos de ferocidad sin precedentes. La misoginia digital se esparce como un virus, amplificando discursos de odio, acosando a voces feministas, desinformando y moldeando nuevas formas de opresión a golpe de algoritmo.
La guerra contra la mujer es global, coordinada e implacable.
Pero el feminismo no ha llegado hasta aquí para rendirse. La historia nos muestra que las mujeres han resistido antes y lo seguirán haciendo.
Ser feminista hoy se ha convertido en un acto de resistencia contra una narrativa pública que busca ridiculizar y desacreditar la lucha. Nos llaman exageradas, histéricas [finge sorpresa], responsables del declive de una sociedad que aún no ha alcanzado su promesa de equidad. Nos dicen que el feminismo ha ido demasiado lejos, que ahora es opresor, que somos nosotras las culpables del malestar social. La estrategia es clara: tomar nuestras palabras, despojarlas de contexto y devolverlas convertidas en caricaturas para alimentar un espectáculo virtual.
A quienes sienten desesperanza ante la misoginia digital, los discursos de odio, el estilo matonesco de líderes políticos y la opresión institucional, quiero decirles: no están solas. La educación, la verdad, la sororidad y el apoyo coordinado entre pares son nuestras armas más poderosas. No estamos indefensas.
Este mensaje no es solo para quienes ya marchan con nosotras, sino también para aquellas que han sido convencidas de que esta lucha no es suya. Para quienes temen el costo de llamarse feministas en un mundo que ha hecho de la burla una estrategia de control.
Para quienes se preguntan si realmente queda algo por lo que luchar, cuando cada estadística muestra que la brecha salarial persiste, que la violencia de género no disminuye, que los femicidios siguen marcando las estadísticas de cada país. No importa de donde vengas, si sueñas con un mundo donde ninguna niña tenga miedo de hablar, entonces ya eres parte de este movimiento.
Es cierto, la causa feminista sigue incompleta y enfrenta retrocesos, pero su desenlace aún no está escrito. La lucha por la igualdad no es es una moda pasajera, es un derecho humano. Y mientras haya una sola mujer luchando, la historia no ha terminado.
- El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.