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El riesgo de infantilizar el debate público Opinión

El riesgo de infantilizar el debate público

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La democracia como tal requiere de una opinión pública madura, donde los políticos sean capaces de dialogar, plantear sus diferencias –siempre que sean bien argumentadas– y que puedan procesar la complejidad de los conflictos sociales. La ciudadanía también participa de este proceso.


El pasado 25 de febrero ocurrió un apagón masivo en Chile atribuido a una “operación no deseada” en los sistemas de protección y control de la línea por parte de la empresa concesionaria ISA Interchile. La complejidad del problema requería de un análisis riguroso sobre las causas del mismo, las responsabilidades involucradas y sus posibles soluciones. Sin embargo, la reacción por parte del oficialismo fue terreno fértil para un debate simplista, en torno a eslóganes y soluciones dogmáticas: la propuesta de crear una eléctrica estatal.

Este razonamiento visceral no es un fenómeno nuevo en la discusión política nacional. Ni, por cierto, exclusivo de quienes nos gobiernan. Para corroborar aquello bastaría con mirar a algunos políticos de derecha, quienes redujeron el problema solo a un asunto de permisología, como si la solución fuera despojarse de toda regulación medioambiental o de las consultas indígenas.

Pero más allá de los casos particulares, lo grave de esta simplificación es que pareciera tener, cada vez, mayor presencia en el debate público. Y esto es grave no solo por el hecho en sí –tener representantes incapaces de desarrollar argumentos–, sino por los efectos que esto pudiera generar a largo plazo en nuestra democracia.

La democracia como tal requiere de una opinión pública madura, donde los políticos sean capaces de dialogar, plantear sus diferencias –siempre que sean bien argumentadas– y que puedan procesar la complejidad de los conflictos sociales. La ciudadanía también participa de este proceso.

A este conjunto de factores, algunos lo han llamado “esfera pública”. En este esquema, la clase política adquiere un rol central en el modo en que se enmarca el debate, pues son ellos quienes, desde sus discursos y prácticas, pueden fomentar una deliberación razonable o, por el contrario, degradarla hasta convertirla en un espectáculo vacío, emocional e infantilizado.

No se pretende que los políticos deban ser técnicos o expertos, sino adultos. Es decir, que demuestren razonabilidad en sus planteamientos y no se limiten a repetir un catecismo ideológico.

Esta degradación del debate no es inocua. Cuando problemas complejos, como el Sistema Eléctrico Nacional, son reducidos a eslóganes o soluciones simplistas –ya sea estatizar o desregular por completo–, se socava la capacidad ciudadana para comprender y participar en decisiones trascendentales.

Lo más peligroso es que esta dinámica genera un círculo vicioso: los políticos subestiman la inteligencia de los ciudadanos ofreciendo análisis superficiales, mientras que los votantes, privados de discusiones sustantivas, terminan por desconfiar de las instituciones.

Esta continua infantilización del debate público abre la puerta a nuevos liderazgos que, aprovechando el desencanto popular, prometen soluciones rápidas a costa de los contrapesos institucionales. Ese deterioro, en última instancia, termina por debilitar la propia democracia.

 

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.

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