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La retórica autoritaria Opinión AgenciaUno

La retórica autoritaria

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Daniel Soto Muñoz
Por : Daniel Soto Muñoz Doctor en Ciencias Sociales, cadémico de la Escuela de Gobierno de la Universidad Adolfo Ibáñez, Viña del Mar.
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Cuando líderes políticos sugieren que un candidato presidencial estaría dispuesto a ser “perseguido por organismos internacionales” para hacer seguro el país, no están haciendo política. Están desenterrando fantasmas que creíamos sepultados.


En su reciente informe presentado ante la Asamblea General de Naciones Unidas, la Relatora Especial sobre los derechos a la libertad de reunión pacífica y de asociación, Gina Romero, advierte sobre una preocupante tendencia global: la proliferación de autoritarismos de distinto signo político, que normalizan sistemáticamente las restricciones a las libertades fundamentales.

El documento destaca cómo los gobiernos utilizan retóricas basadas en la seguridad nacional, el orden público o la defensa de valores tradicionales para justificar la supresión de derechos civiles.

La gravedad del fenómeno, según Romero, radica no solo en las restricciones concretas, sino en la construcción de narrativas que deshumanizan al otro, presentando a los activistas, manifestantes y organizaciones de la sociedad civil como amenazas, en lugar de actores legítimos de un sistema democrático. Esta estrategia discursiva busca erosionar los espacios de participación ciudadana, criminalizar la protesta pacífica y desincentivar el compromiso cívico.

En Chile, como en muchas otras democracias del mundo, asistimos a un preocupante proceso de normalización de narrativas que reducen el disenso a una amenaza y que convierten la protesta legítima en un acto de desestabilización. La Ley 20.357, que tipifica crímenes de lesa humanidad, y el Decreto 808, que promulga la Convención contra la Tortura, establecen con meridiana claridad que ninguna circunstancia, ninguna amenaza de seguridad, ningún argumento de Estado, justifica la transgresión de la dignidad humana.

Cuando líderes políticos sugieren que un candidato presidencial estaría dispuesto a ser “perseguido por organismos internacionales” para hacer seguro el país, no están haciendo política. Están desenterrando fantasmas que creíamos sepultados. La seguridad no se construye con la amenaza latente de la fuerza, sino con instituciones sólidas, respeto irrestricto a los derechos fundamentales y un compromiso ético inquebrantable.

La Ley 20.968 es aún más explícita. Establece penas de presidio para funcionarios públicos que abusen de su poder, que torturen, que degraden la condición humana. No hay espacio para la ambigüedad. No hay justificación posible para el ejercicio de la violencia institucional.

Este no es un debate académico. Es un llamado de atención sobre los límites del discurso político. En un país que ha vivido el horror de la desaparición, la tortura y el terrorismo de Estado, cada palabra cuenta. Cada declaración tiene peso. Cada frase puede ser una puerta entreabierta hacia la barbarie.

Los líderes políticos tienen una responsabilidad que va más allá de los votos. Son custodios de la memoria colectiva, guardianes de un pacto social construido con dolor y esperanza. Sugerir siquiera la posibilidad de vulnerar derechos humanos no es provocación. Es una afrenta a quienes sobrevivieron, a quienes resistieron, a quienes reconstruyeron la democracia.

Chile merece un discurso político a la altura de su memoria. Un discurso que no claudique ante la tentación de la fuerza, que no negocie con la arbitrariedad, que tenga como única brújula la defensa irrestricta de la persona humana.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.

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