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Estados Unidos: ¿adiós al poder blando? Opinión EFE

Estados Unidos: ¿adiós al poder blando?

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Gilberto Aranda B.
Por : Gilberto Aranda B. Profesor titular Instituto de Estudios Internacionales de la Universidad de Chile.
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Todo indica que a Trump no le interesa el multilateralismo, una práctica institucional típica del poder blando, optando por sus enviados especiales, reflejo de una inclinación por un bilateralismo que muchas veces es nítidamente asimétrico.


Aun cuando hay dos versiones, es bien conocida la pregunta de Stalin acerca de cuál era la cantidad de divisiones militares de que disponía el Papa romano. Ya sea la historia cuyo interlocutor era el presidente Truman en Potsdam de 1945, o la que confiere dicho papel al primer ministro de Exteriores francés, Pierre Laval, diez años antes, cuando firmó un tratado entre la Unión Soviética y la República francesa, para el hombre de acero ruso –literalmente lo que significa su nominativo– era incompresible la preocupación por el ascendiente del líder católico sobre jefes de Estado.

En Occidente aún no se olvidaba que en tiempos anteriores a la modernidad el gobierno papal había ejercido funciones de árbitro político entre comunidades, limitando a gobernantes y asegurando la legitimidad regia como se entendía en el pretérito: fue una autoridad supranacional de control sobre poderes seculares, según relata Edmond Odescalchi en The Third Crown: A Study in World Government Exercised by the Popes. Para Stalin, avezado en intrigas palaciegas resueltas bajo el poder en estado puro –la coerción–, aquello constituía un arcaísmo infantil.

Para 1990 el fin de la Guerra Fría llevó a Joseph Nye a explicar el cambio de naturaleza del poder en Estados Unidos, acuñando el concepto de “poder blando”, descrito como la habilidad de que otros quieran lo que uno quiere, o la capacidad de incidir en la conducta de los demás influyendo en sus preferencias.

A diferencia del poder tradicional o “duro”, el poder blando no se vale del uso o amenaza de la fuerza militar y la coerción económica. Sus verbos dominantes son atraer o persuadir mediante la cultura, valores y políticas, dimensiones basadas en la imagen de un país y su sociedad, el profesionalismo y sutileza de su diplomacia, y la proyección cultural.

La producción de admiración, empatía y emulación se lograba mediante herramientas directas como promoción del multilateralismo, asistencia económica, respaldo diplomático y conducción de la política exterior fundada en principios normativos. Instrumentos indirectos son los eventos culturales, programas de intercambio, transmisiones a través de medios afines, ayuda humanitaria y la enseñanza de idioma.

Un país como China adoptó el poder blando como un elemento central en su estrategia internacional. Piénsese en los institutos Confucio o cómo, en tiempos de la pandemia, compartió con algunos países aliados la vacuna que produjo contra el COVID.

Treinta y cinco años después, la avalancha de cambios de la administración estadounidense (la imposición de aranceles sobre adversarios y socios comerciales, la deportación masiva de inmigrantes irregulares a sus países de origen, el desmantelamiento de USAID –la agencia federal de cooperación internacional que Kennedy fundó en 1961, para fortalecer la cooperación y la imagen de Estados Unidos–, la amenazas a Panamá de recuperar la administración del canal, la retirada de la Organización Mundial de la Salud y la Comisión de Derechos Humanos de Naciones Unidas), no solo implican un giro global al antiguo régimen internacional, sino que su rechazo por parte de los receptores de algunas de estas políticas, particularmente América Latina.

La semana pasada fue presentada una iniciativa para declarar el 28 de enero “Día Internacional de Coexistencia Pacífica” ante la Asamblea General de la ONU por el ministro de Transportes y Telecomunicaciones del reino de Bahréin, Abdulla bin Ahmed Al Khalifa, fundándola en la promoción de la tolerancia y respeto a la diversidad religiosa y cultural y los derechos humanos.

El sorprendente resultado fue de 161 votos a favor, 2 abstenciones (Paraguay y Perú) y 3 en contra: Estados Unidos, Argentina e Israel. El representante de Washington alegó que cuestionaban la referencia a la agenda 2030 –apenas mencionada una vez en el documento–, vinculándola al ecologismo, a la denominada ideología de género y a políticas progresistas que contradigan al liberalismo económico, un lapsus respecto a los aranceles.

En esa narrativa, globalismo y desarrollo sostenibles serían peligros rechazados en la última elección presidencial. También molestó el título de la resolución, que apunta a la coexistencia pacífica, lo que podría confundirse con “los cinco principios de coexistencia pacífica de China”. Más allá del pastiche, llama la atención el bajo nivel de respaldo internacional a esta posición contraria a una declaración proclive a la tolerancia y a la convivencia intercultural.

Otra de este fenómeno es también el sesgo antiamericano que crece o, a lo menos, una actitud de desconfianza frente a los nuevos vientos que corren en Washington. La elección de la OEA fue incluso más sorpresiva. Inicialmente se aspectaba un duelo estrecho entre dos candidatos que habían recabado distintos respaldos: el canciller de Surinam, Albert Ramdin, y el ministro de Exteriores de Paraguay, Rubén Ramírez Lezcano.

Con dos perfiles y carreras distintas, el primero sobresalía por su conocimiento previo del organismo internacional –fue su secretario adjunto entre 2005 y 20015– y su disposición al diálogo en temas espinosos, como la forma de abordar la crisis de Venezuela. El segundo, más categórico y vociferante, seguía activamente la línea del exsecretario Almagro, de evitar la aproximación a Maduro.

Así las cosas, originalmente el surinamés contó con el respaldo de los 14 votos de la subárea del Caribe, mientras se suponía que el Mercosur se alinearía con el candidato paraguayo, pero jugó en contra su cercanía a la administración Trump, como retrató su viaje en noviembre a Mar-a-Lago para felicitar a Trump. Fue el abrazo del oso, que explica que a principios de mes el Brasil de Lula concertara a los gobiernos de Bolivia, Chile, Colombia y Uruguay para anunciar conjuntamente el apoyo a Albert Ramdin. Más tarde se sumarían Costa Rica, Ecuador y República Dominicana, sin olvidar a Canadá.

Con 23 preferencias, superaba largamente el umbral de 18 y, por ende, el camino parecía despejado, más cuando Ramírez Lezcano resignó su candidatura. Finalmente, el lunes pasado Ramdin fue aclamado en la jornada para decidir quién quedaba a cargo de la OEA.

Hace meses, los Estados de la región habrían pensado más detenidamente contrariar al candidato de Estados Unidos, que hoy deberá enfrentar importantes desafíos: la inmigración irregular, los carteles del narcotráfico, el crecimiento comercial de China y particularmente la apatía de la nueva administración en Estados Unidos, aunque el representante de este país ante el organismo, Michael Kozak, postuló un conjunto de peticiones a la nueva secretaría: fortalecer las fronteras y aceptar repatriados, implementar requisitos de visa, luchar contra las organizaciones criminales transnacionales, endurecer las medidas contra regímenes represivos, garantizar procesos electorales transparentes y defender la libertad de expresión, entre otras.

Pero, ¿realmente importa el tema de la OEA a Estados Unidos? Hoy, con una Casa Blanca tomando decisiones estratégicas de otro calado, muchas de ellas contrarias al orden internacional de las últimas décadas, la respuesta es que probablemente poco.

Quizás para el jefe del Departamento de Estado y para el enviado especial en la región, Mauricio Claver-Carone, el tema comparezca, y han tomado nota, pero gran parte de la nueva administración estadounidense está centrada en torno a otro repertorio, lo que no descarta que el organismo panamericano corra riesgo de ser desfinanciado si confronta a Washington. Estados Unidos contribuye con el 60% de su presupuesto, por lo que su retiro sería letal, aunque podría consentir una OEA irrelevante, siempre que no se le oponga.

Todo indica que a Trump no le interesa el multilateralismo, una práctica institucional típica del poder blando, optando por sus enviados especiales, reflejo de una inclinación por un bilateralismo que muchas veces es nítidamente asimétrico.

Su meta es prevenir la posibilidad de que los Estados de la región se deslicen a posiciones favorables a otras potencias, descartando cualquier tipo de alineamiento alternativo al tradicional. Pero ciertos desplantes podrían llevar precisamente a lo contario. No hay que olvidar que el propio nuevo secretario general de la OEA contó con la simpatía de un país observador (sin voto) muy al oriente del hemisferio.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.

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