
La conciencia que perdimos
El reto es grande, pero está a nuestro alcance. Todo comienza con pequeñas decisiones diarias: respetar la fila, cumplir lo prometido, hacer negocios de forma honesta, cumplir con la ley, no justificar las trampas con la costumbre.
Einstein nos dejó una idea poderosa: la conciencia es más importante que la reputación. No es lo que otros piensan de nosotros, sino lo que llevamos dentro lo que realmente define quiénes somos. Es un concepto simple, pero que invita a la reflexión profunda sobre cómo juzgamos nuestras acciones.
Sin embargo, en nuestro quehacer, muchas veces nos preocupa más cómo nos ven que lo que hacemos realmente. Lo vemos en el mundo empresarial, en la política y hasta en la vida cotidiana. La ética ha pasado de ser un principio a convertirse en una cuestión de imagen: si algo “no se nota”, si “nadie se da cuenta” o si es “legal aunque no sea correcto”, se asume que está permitido.
¿Cuántas veces hemos oído frases como “todos lo hacen” o “así funciona el sistema”? Poco a poco, esa normalización del engaño se ha instalado en nuestro día a día.
Anteriormente ya hablé sobre el “país de la letra chica”, esa cultura en que lo formal esconde lo esencial, donde lo que se dice rara vez se alinea con lo que se hace. Hoy quiero ir un paso más allá: esa letra chica no es solo un truco legal o una práctica abusiva, sino un síntoma de algo más profundo: la pérdida de nuestra conciencia ética.
Hemos llegado a acostumbrarnos a que las reglas se apliquen de forma flexible para algunos, a que las promesas se queden en palabras y a que la responsabilidad se desvíe hacia otros. El resultado es un país en el que la confianza se ha visto gravemente erosionada. Ya sea en los negocios, la política o en lo cotidiano, cada vez es más difícil creer en la palabra del otro y, cuando la confianza se pierde, lo que queda es la sospecha, la incertidumbre y la resignación.
Pero la conciencia no es solo un asunto individual; es también un fenómeno colectivo. Como intuía Einstein, esta va más allá del mero funcionamiento del cerebro humano y se conecta con algo universal. De este modo, la ética no es solo un ideal personal, sino el pegamento que une a la sociedad. Si la debilitamos, no solo dañamos nuestra imagen, sino nuestra capacidad para convivir en armonía.
Necesitamos recuperar esa conciencia ética. No se trata únicamente de cambiar leyes o crear nuevas regulaciones, sino de transformar nuestra cultura. Es reconocer que la ética no es una opción, sino un pilar esencial para construir un país más justo y sostenible. Hacer lo correcto implica actuar por convicción, no por la posibilidad de evitar consecuencias.
El reto es grande, pero está a nuestro alcance. Todo comienza con pequeñas decisiones diarias: respetar la fila, cumplir lo prometido, hacer negocios de forma honesta, cumplir con la ley, no justificar las trampas con la costumbre. Es un llamado a exigir transparencia y, sobre todo, a practicarla, dejando de premiar la astucia que perjudica a otros y valorando, en cambio, la integridad.
Es un llamado que debe adornar a todos aquellos que son referentes en nuestra comunidad, las autoridades y quienes realizan una función pública. Si ellos no cumplen es imposible que la sociedad pueda avanzar y progresar en sus valores éticos.
Einstein tenía razón: la conciencia es lo que somos y lo que somos define el país en el que vivimos. La pregunta es: ¿seguiremos normalizando las malas acciones, ignorar la ley, actuar con trampa, pillerías, argucias, resquicios o nos comprometemos a recuperar la confianza? La respuesta está, como siempre, en nuestra conciencia y acciones. De más esta indicar los malos ejemplos que debemos extirpar.
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