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Aranceles regulados: una metodología en entredicho Opinión Imagen referencial, estudiantes universitarios

Aranceles regulados: una metodología en entredicho

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Cristóbal Castro B
Por : Cristóbal Castro B Investigador UDLA, estudiante PhD en Auckland University of Technology
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La metodología de aranceles regulados ha avanzado en recoger costos más precisos, pero corre el riesgo de ser desvirtuada por la introducción de criterios que carecen de justificación económica evidente.


El reciente proceso de fijación de aranceles regulados para 2026 ha reabierto una discusión que viene extendiéndose desde la implementación de la gratuidad. Como es sabido, el cálculo de los aranceles en Chile se basa en la estimación de costos empíricos –información que las instituciones de educación superior entregan– y luego se aplica un sistema de “linealización” que pondera diversos criterios para asignar un valor regulado final.

Estos criterios se traducen en el denominado “Preíndice de Agrupación” (PIA), donde cada carrera puede recibir bonificaciones o penalizaciones según factores como años de acreditación, acreditación institucional en investigación, ubicación geográfica, entre otros.

Hasta ahí, el objetivo parece legítimo: reconocer que no todos los programas tienen la misma realidad ni el mismo costo de operación. Sin embargo, la historia reciente –con versiones para 2024, 2025 y ahora 2026– muestra un patrón que podría socavar la legitimidad del modelo. 

Por un lado, se justifica el uso de costos en aras de “transparencia” y para no sobreinflar el gasto público, pero, por otro, una vez que se obtienen esos costos “empíricos”, se transforman mediante reglas que no siempre tienen asidero técnico claro.

Un ejemplo de ello es la incorporación, desde 2025, del criterio de “tamaño institucional”. De modo paradójico, se esperaría que las instituciones más grandes (al menos en el ámbito universitario) tuvieran economías de escala y, por ende, costos promedio más bajos. Sin embargo, la metodología otorga una “bonificación” a las universidades grandes, reflejando presuntamente mayores costos por volumen y complejidad.

Contradictoriamente, en el caso de CFT e IP ocurre lo inverso: si son muy grandes, pueden verse más castigados en el PIA. ¿Con qué sustento se decide que a las universidades grandes se las premia por tamaño, mientras a los IP o CFT de igual envergadura no se les reconoce ventaja alguna? Esto apunta a una posible decisión político-institucional más que a una conclusión derivada de la evidencia de costos.

Otro asunto es la correlación de estos nuevos criterios con el perfil de las llamadas “universidades estatales” o instituciones de mayor tradición, a las que la metodología tiende a favorecer. Si lo que se busca es entregar un mayor apoyo a las estatales por razones de interés público, podría hacerse de forma directa. En cambio, mezclar ese objetivo con la fórmula técnica de los aranceles enturbia el proceso y genera la sospecha de que la regulación puede estar sirviendo como herramienta de redistribución encubierta.

Por último, la pregunta inevitable es qué impacto real tendrán estos ajustes en el gasto público y en la supervivencia de ciertos programas. Muchos aranceles subieron de manera no menor, y esto no siempre se traduce en un beneficio sostenido para las instituciones. Algunas incluso podrían encontrarse con un arancel regulado que no cubra sus costos –en especial si son CFT o IP grandes que no reciben bonificación– y sin margen para reaccionar, dado que la ley impide cobrar por sobre el valor regulado.

En otras palabras, podríamos ver heterogeneidades considerables: mientras ciertas universidades estatales obtienen incrementos relevantes, otros planteles se verán perjudicados al no tener “puntaje” suficiente en la nueva escala.

En conclusión, la metodología de aranceles regulados ha avanzado en recoger costos más precisos, pero corre el riesgo de ser desvirtuada por la introducción de criterios que carecen de justificación económica evidente. Es fundamental que estos factores se discutan de forma amplia y transparente, de modo que las bonificaciones y penalizaciones respondan a realidades de costo comprobables en vez de introducir discriminaciones arbitrarias.

De lo contrario, la regulación no solo será ineficaz para estabilizar el gasto público o dar sostenibilidad a ciertas carreras, sino que también perderá legitimidad a los ojos de las instituciones y la ciudadanía. Más todavía cuando los datos muestran cómo el tamaño institucional termina favoreciendo a unos y castigando a otros de manera difícil de justificar. Habrá que ver cómo evoluciona este escenario y si se revisan estos criterios para volver la metodología más coherente y justa.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.

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