
La agresión a una profesora en Ñuble: ¿qué estamos comprendiendo mal?
Responder a la violencia escolar con medidas reactivas ha demostrado ser insuficiente. Necesitamos recuperar el sentido formativo y ético de la convivencia desde una perspectiva que considere a las personas, sus relaciones, la institución y el sistema educativo.
El reciente caso en Ñuble, donde una profesora resultó gravemente herida tras un altercado con un estudiante, ha vuelto a instalar el debate sobre la violencia en las escuelas chilenas. Aunque suele tratarse como un hecho aislado o atribuible a causas individuales, la realidad que observamos es más compleja. Como investigadores que analizamos discursos públicos, políticas educativas y percepciones de actores escolares, sabemos que no existe consenso sobre el origen de la violencia escolar ni sobre cómo enfrentarla.
Mientras algunos sectores claman por mayor control y sanciones más duras, otros apuntan a problemas de salud mental, el desgaste docente o la desigualdad social. Sin embargo, falta una mirada integral que sitúe a la escuela como un espacio que no solo vive, sino también refleja tensiones sociales. El caso de Ñuble, lejos de ser un episodio aislado, debería obligarnos a preguntarnos qué tipo de respuestas estamos priorizando y cuáles son sus efectos.
Parte de la complejidad radica en que el padre del estudiante señaló que su hijo tiene Trastorno del Espectro Autista (TEA), condición que puede incluir dificultades en la gestión emocional y social. No conocemos el contexto específico que desencadenó esta grave situación para la profesora, pero hemos visto cómo dicha declaración generó reacciones polarizadas: desde intentos por justificar la agresión hasta discursos que refuerzan prejuicios sobre la inclusión de estudiantes neurodivergentes.
Esto nos obliga a reflexionar no solo sobre violencia escolar, sino también sobre cómo entendemos la diversidad, qué apoyos tienen las instituciones para incluirla y cómo los discursos públicos pueden alimentar estigmas.
Violencia escolar y explicaciones simplificadas
Uno de los hallazgos constantes en nuestros estudios es que la violencia escolar se explica desde marcos fragmentados. La prensa suele encuadrarla como un “problema estructural”, pero sin profundizar en sus raíces. Esto instala la idea de que el fenómeno es inevitable, desplazando la responsabilidad de abordarlo.
Algo similar ocurre en discursos institucionales, donde la violencia se convierte en objeto de regulación y control, dejando a las comunidades atrapadas en protocolos sin respaldo suficiente.
La evidencia internacional es clara: la violencia escolar es multicausal, influida por factores estructurales, económicos, psicosociales y políticos, como el estrés familiar, la salud mental, la falta de apoyo emocional y un clima escolar poco acogedor. Las experiencias comparadas muestran que los países que enfrentan el problema con políticas integrales, no centradas exclusivamente en el castigo, logran mejores resultados.
En el caso de Ñuble, el diagnóstico del estudiante no puede convertirse en el centro exclusivo de la discusión ni reducir el problema a un tema individual. Más bien, debería llevarnos a preguntarnos si el sistema educativo entrega los apoyos necesarios para que estudiantes con necesidades educativas especiales puedan aprender y convivir en un entorno respetuoso, sin ser excluidos ni estigmatizados.
Un enfoque punitivo y técnico-administrativo
En nuestros análisis de políticas recientes, observamos que la violencia escolar se trata como un riesgo a controlar. Predomina la idea de que la convivencia debe gestionarse para prevenir conflictos, mediante reglamentos y sanciones.
Así, la convivencia escolar queda atrapada en un enfoque técnico-administrativo, alineado con lógicas de control y rendición de cuentas que han caracterizado al sistema educativo chileno.
Este enfoque corre el riesgo de sobrerresponsabilizar a los equipos de convivencia escolar, trasladando la solución a mecanismos burocráticos. La violencia termina tratándose como una amenaza institucional, y no como un fenómeno relacional con raíces estructurales.
Frente a esto, algunas voces han defendido la convivencia como aprendizaje formativo. Sin embargo, incluso este enfoque aparece subordinado a su utilidad para evitar conflictos o mejorar indicadores académicos, y no como un valor en sí mismo.
Responder a la violencia escolar con medidas reactivas ha demostrado ser insuficiente. Necesitamos recuperar el sentido formativo y ético de la convivencia desde una perspectiva que considere a las personas, sus relaciones, la institución y el sistema educativo. No basta con gestionarla como un trámite; es necesario comprenderla como un aprendizaje que exige crear espacios donde se enseñen formas de relación basadas en el respeto y la inclusión.
Esto requiere más que buena voluntad: necesita respaldo institucional, condiciones materiales y políticas coherentes. También demanda dejar de ver a los estudiantes como sujetos pasivos o potenciales infractores, y reconocerlos como actores capaces de transformar su entorno.
Comprender para transformar
El caso de Ñuble no debería ser usado para endurecer normativas ni para simplificar explicaciones. Nos invita a cuestionar cómo los discursos públicos y las políticas educativas configuran la forma en que entendemos la violencia escolar y qué márgenes dejan para transformarla.
Cada acto de violencia escolar nos dice algo sobre nuestras comunidades. No es solo un problema de mal comportamiento, ni solo un déficit de salud mental. Es la expresión de tensiones sociales y educativas que exigen una respuesta profunda.
Necesitamos abandonar respuestas fragmentadas y tecnocráticas. Si realmente queremos escuelas más seguras e inclusivas, debemos apostar por políticas que reconozcan la convivencia como un derecho y un aprendizaje esencial, no solo como un medio para evitar conflictos.
- Participaron también en esta opinión: Claudia Carrasco, académica investigadora Universidad de Playa Ancha; Vladimir Caamaño, académico investigador Universidad Santo Tomás; y Fabiana Rodríguez-Pastene, académica investigadora Universidad de Playa Ancha
- El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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