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La inversión del orden: cuando los policías deben tomar medidas de resguardo ante amenazas Opinión AgenciaUno

La inversión del orden: cuando los policías deben tomar medidas de resguardo ante amenazas

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Daniel Soto Muñoz
Por : Daniel Soto Muñoz Doctor en Ciencias Sociales, cadémico de la Escuela de Gobierno de la Universidad Adolfo Ibáñez, Viña del Mar.
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La imagen de cuarteles policiales reforzados frente a amenazas criminales debería generar una reflexión profunda sobre las limitaciones de nuestro abordaje actual. La respuesta no puede ser replicar los métodos de quienes combatimos ni retroceder en compromisos democráticos.


Una reciente noticia desde Arica revela una inquietante inversión del orden institucional: Carabineros ha debido reforzar la seguridad de sus propios cuarteles ante amenazas de ataque por parte de Los Gallegos. Este fenómeno, aparentemente anecdótico, representa en realidad un síntoma alarmante de la transformación en la dinámica entre Estado y crimen organizado.

No son ya los delincuentes quienes temen redadas, sino los agentes del orden quienes deben fortificarse. No son los criminales quienes se esconden; es la policía la que debe reforzar sus defensas. No son las organizaciones delictuales las que ven sus bienes incautados; son los representantes del Estado quienes deben evacuar a sus familias.

El Fiscal Regional Mario Carrera lo admitió con preocupante franqueza: “No podíamos protegerlo a él ni a su familia”, refiriéndose a un persecutor que debió abandonar la región por amenazas.

Esta inversión de roles representa una anomalía institucional profunda que demanda análisis. Cuando una simple llamada telefónica puede poner en alerta a una institución policial, cuando fiscales deben abandonar territorios, cuando se planifican ataques con coches bomba contra tribunales desde prisiones –como ocurrió cuando Los Gallegos y el Tren de Aragua coordinaron un atentado desde el Centro Penitenciario de Acha–, estamos ante una crisis que trasciende la seguridad convencional.

La tentación inmediata frente a este escenario es recurrir a respuestas extremas: militarización de la seguridad pública, suspensión de garantías, aplicación de tormentos a sospechosos o restablecimiento de la pena capital. Estas propuestas resurgen cíclicamente en el debate nacional, presentadas como soluciones definitivas para enfrentar organizaciones que parecen superar las capacidades estatales convencionales.

Sin embargo, la evidencia empírica regional demuestra contundentemente que estos enfoques no solo fracasan en su objetivo declarado, sino que paradójicamente tienden a fortalecer a las organizaciones criminales que pretenden combatir.

El caso mexicano resulta paradigmático. La declaración de “guerra contra el narcotráfico” y la consecuente militarización de la seguridad pública iniciada en 2006 no redujo el poder de los carteles. Por el contrario, condujo a la fragmentación y multiplicación de grupos criminales, mientras los homicidios y desapariciones alcanzaban cifras sin precedentes. En El Salvador, las políticas de “mano dura” y “súper mano dura” contra las maras simplemente transformaron estos grupos, haciéndolos más resilientes, jerarquizados y letales.

¿Por qué fracasan estas aproximaciones aparentemente contundentes? Porque ignoran que organizaciones como Los Gallegos o el Tren de Aragua no operan exclusivamente mediante violencia directa, sino a través de sofisticadas redes de corrupción institucional, mecanismos de lavado de activos y estrategias de control territorial que incluyen la infiltración sistemática de instituciones del Estado.

La militarización, con su enfoque en el enfrentamiento armado directo, resulta tan ineficaz como intentar eliminar un virus usando únicamente un bisturí. Peor aún, los regímenes de excepción y suspensión de garantías que suelen acompañar estos enfoques tienden a debilitar precisamente los mecanismos de control institucional que podrían contener la corrupción.

La historia latinoamericana demuestra que la excepcionalidad jurídica crea el caldo de cultivo perfecto para que organizaciones criminales profundicen su infiltración en instituciones debilitadas.

Las propuestas de pena de muerte o tortura investigativa ignoran además una realidad fundamental: la criminalidad organizada opera ya en contextos donde la muerte violenta es un riesgo asumido y normalizado. Estos grupos han prosperado precisamente en entornos de violencia extrema, desarrollando capacidades adaptativas que les permiten absorber pérdidas y reconfigurarse continuamente.

Chile tiene la oportunidad crítica de evitar la trampa en que han caído otros países de la región. Nuestro ordenamiento jurídico contiene herramientas sofisticadas que, aplicadas con inteligencia y coordinación, podrían atacar efectivamente las raíces del fenómeno criminal complejo sin sacrificar el Estado de Derecho.

La Ley 20.393 permite perseguir estructuras corporativas utilizadas para el lavado de activos. La Ley 19.913 otorga a la Unidad de Análisis Financiero facultades para seguir el rastro del dinero criminal. La Ley 20.000 habilita técnicas investigativas especiales como agentes encubiertos y entregas vigiladas. La Ley 20.357 sobre crímenes de lesa humanidad contiene una formulación visionaria que permitiría abordar casos donde organizaciones criminales alcanzan niveles de poder que les permiten operar con impunidad sistemática.

La neutralización efectiva del crimen organizado requiere una estrategia que priorice: primero, la desarticulación de sus redes financieras mediante persecución patrimonial intensiva; segundo, el fortalecimiento de unidades especializadas multidisciplinarias; tercero, la protección reforzada para operadores judiciales; y cuarto, una cooperación internacional materializada en equipos conjuntos de investigación.

Este enfoque, menos espectacular mediáticamente que los operativos militarizados, ataca precisamente lo que hace poderosas a estas organizaciones: su capacidad para corromper instituciones, acumular recursos económicos y establecer regímenes de impunidad territorial.

La imagen de cuarteles policiales reforzados frente a amenazas criminales debería generar una reflexión profunda sobre las limitaciones de nuestro abordaje actual. La respuesta no puede ser replicar los métodos de quienes combatimos ni retroceder en compromisos democráticos bajo la ilusión de mayor seguridad. La historia demuestra que responder a la barbarie criminal con barbarie institucional no solo es éticamente cuestionable sino profundamente ineficaz.

Frente a organizaciones que amenazan cuarteles policiales y obligan a fiscales a abandonar territorios, la respuesta no puede ser menos Estado de Derecho, sino más –mucho más– Estado de Derecho aplicado con precisión quirúrgica, coordinación institucional y voluntad política sostenida. Solo así romperemos la perversa inversión de roles donde son los representantes de la ley quienes deben esconderse, mientras los criminales operan a plena luz del día.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.

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