
La reforma educacional de Bachelet: una defensa (primera parte)
Chile tiene el nivel más alto del mundo en educación escolar privada, solo superado por Singapur y Hong Kong. El 63% de la educación escolar chilena es privada (55% particular subvencionada y 8% particular pagada) y solo el 37% es pública o estatal.
Fue Arturo Fontaine, un reconocido y respetado intelectual de centroderecha, quien terminó por convencerme de la necesidad de poner fin al lucro con fondos públicos en educación.
Bajo el sistema de “libre disposición” de fondos actualmente existente, dijo –la cita no es textual, pero fue lo que dijo en la Comisión de Educación del Senado de la cual fui miembro durante ocho años–, en teoría, un sostenedor puede invertir en un laboratorio para su colegio, o comprarse una casa en Pucón.
Tal era la lógica de los fondos de libre disposición vigente hasta enero de 2015 cuando aprobamos y despachamos la ley sobre Inclusión bajo el segundo Gobierno de Bachelet.
En su lugar, adoptamos un sistema de “afectación”; es decir, los recursos públicos vía subvención asignados a la educación escolar solo podrían destinarse al proyecto educativo propiamente tal.
La afectación sustituyó a la libre elección. ¿Por qué tanto ruido, entonces?
Porque el proyecto inicial presentado por el Ejecutivo era un desastre completo. Eso ocurre cuando los técnicos, con total desconocimiento de la realidad y las sensibilidades, se ponen a legislar en esquemas que teóricamente pueden ser interesantes, pero que en este caso causaron un grave daño a la reforma en marcha (creo que nunca nos recuperamos del daño que produjo ese proyecto inicial en términos de opinión pública).
¿En qué consistía ese proyecto inicial?
El Estado compraba toda la infraestructura de los privados (me refiero el 55% de la educación particular subvencionada) y la devolvía en comodato a los mismos sostenedores.
¿Cuánto costaba este ejercicio de pizarrón? La estratosférica cantidad de US$ 5.400 millones, según el Informe Financiero del Ministerio de Hacienda.
El revuelo fue total al interior de los sostenedores privados. Recuerdo la reacción de la señora Juanita, directora del colegio Hispanoamericano en Reñaca Alto, quién me increpó duramente: “Este Gobierno marxista me quiere expropiar el trabajo de toda mi vida y de un equipo excepcional que hemos logrado formar con más de 1.000 alumnos en condiciones de vulnerabilidad”.
¿Qué hicimos?
Con los senadores Andrés Zaldívar y Carlos Montes, en las comisiones unidas de Educación y Hacienda que se formaron para la tramitación de la ley, nos arremangamos y dedicamos todo enero de 2015, incluidos sábados y domingos, a rehacer completamente el proyecto en cuestión, manteniendo el objetivo de fin al lucro, al copago y la selección.
La fórmula adoptada fue muy simple: transformar las personas jurídicas de derecho privado con fines de lucro (sociedades privadas y comerciales que eran permitidas por ley) en personas jurídicas sin fines de lucro (fundaciones o corporaciones).
Algo tan simple como eso, aunque el daño en términos de opinión pública y para qué decir entre los sostenedores privados, ya estaba hecho.
Así se puso fin al lucro con fondos públicos en el ámbito de la educación escolar.
El segundo tema era el fin del copago o financiamiento compartido.
La fórmula fue igualmente simple: “Peso por peso”, dijimos; es decir, se aumentan los recursos destinados a la educación subvencionada (incluida por cierto la educación particular subvencionada) y en la misma medida que se aumentan esos recursos se va eliminando el copago en forma gradual y hasta su total extinción. De esa forma, no habría una merma financiera para los sostenedores privados. Así se aprobó.
El tema, sin embargo, era muy sensible en el mundo popular y de los sectores medios bajos: “¿Por qué Ud., senador, me impide pagar $ 10.000 o 20.000 mensuales, lo que hago con gran esfuerzo, para que mi hijo tenga una buena educación? Yo no quiero que mi hijo estudie con los flaites de la población del lado”, me dijo con verdadera angustia una mujer pobladora de La Calera, dentro de mi circunscripción.
Le expliqué que el fin del copago eliminaría una “barrera de entrada” (se lo expliqué en palabras sencillas) y que ella podría seguir enviando a sus hijos a un colegio particular subvencionado, y ahora en forma gratuita (aunque esto último no la convencía del todo).
“¿Y los flaites?”, me retrucó. Le expliqué, también con palabras sencillas, que uno de los grandes problemas de la sociedad chilena era la existencia de una alta segregación, y que esa segregación empezaba con el sistema escolar, con los copagos y la selección. Además, “¿quién se hace cargo de la educación de los flaites?”, me permití preguntarle.
“Para eso está la educación municipal”, me dijo.
Y agregó, “¿Ud. acaso no pagó por la educación de sus hijos? Porque yo no puedo pagar un colegio privado” (el 8% de la matrícula chilena está en colegios particulares pagados, que no reciben subvención estatal, en los que efectivamente estudiaron mis hijos; ella tenía toda la razón).
Reconozco que esa mujer pobladora de La Calera me puso contra las cuerdas y me confirmaba sobre la gran sensibilidad en materia de los cambios educacionales que hicimos con Bachelet.
Fin del lucro (con fondos públicos en educación) y fin del copago (gradualmente y hasta su total extinción sin producir ninguna merma entre los sostenedores privados), tales fueron dos de los temas centrales del proyecto de ley.
Y quedaba el tercer tema, el fin de la selección.
Ocurre que los sostenedores privados no solo lucraban con fondos públicos y cobraban copago o financiamiento compartido (barrera de entrada) sino que la admisión escolar estaba basada en la selección, lo que significaba, en buenas y cortas palabras, el “descreme” de la educación, contribuyendo a una aguda segregación educacional (fue así como la educación pública terminó siendo una “educación para pobres”, como solía decir el senador Carlos Montes).
Chile era el único país del mundo que tenía lucro con fondos públicos en educación, copago y selección. Éramos una “anomalía mundial” (la frase la repetí cientos de veces).
Nuestra convicción era que el sistema de selección no podía continuar. El tema, a decir verdad, no era la selección, sino el sistema de admisión escolar (así se le llama, técnicamente).
¿Qué pasa cuando hay 200 postulantes para cien cupos?
Lo único claro es que, cualquiera sea el sistema, hay 100 postulantes que no van a ser admitidos en ese colegio (porque hay solo 100 cupos).
Lo que ocurría entonces era que los colegios entrevistaban a los postulantes y “seleccionaban” a sus alumnos y alumnas. ¿Según qué criterios seleccionaban? Ninguno que fuera objetivo. Muchos postulantes eran rechazados por criterios enteramente subjetivos, lo que muchas veces terminaba en distintas formas de discriminación.
Ante ello, adoptamos la fórmula que rige en casi todos los países desarrollados y democráticos del mundo: un sistema aleatorio (la mal llamada “tómbola”, que se ha instalado en el imaginario colectivo y que es una caricatura de lo que se hizo).
El principio detrás del sistema aleatorio es muy sencillo: tratándose del sistema educacional subvencionado (92% de la matrícula), son las familias las que eligen el colegio y no el colegio el que elige a las familias.
Así de simple.
A decir verdad, el tema está mucho más acotado, porque en la gran mayoría de los casos hay más oferta que demanda (“tenemos que ir a las ferias a captar postulantes”, me decía un sostenedor privado en Quillota).
La fórmula concreta y la redacción precisa vino básicamente de Sylvia Eyzaguirre, investigadora del CEP, de centroderecha.
El sistema de admisión aprobado da prioridad a los hermanos o hijos de alumnos o profesores de un determinado colegio y el resto se decide en virtud de un sistema aleatorio en que los postulantes señalan sus prioridades al momento de postular y son asignados a los colegios de su preferencia. Lo que hace el “Sistema de admisión escolar” (SAE) es centralizar la información sobre las preferencias escolares y optimizar su distribución.
Refiriéndose a la caricatura de la “tómbola”, fue la propia Sylvia Eyzaguirre la que salió en defensa del sistema aleatorio actualmente vigente: “Es mentira decir que este sistema (SAE) no permite a la familia elegir el colegio de sus hijos”, como dijo en La Tercera. Explica que en 2023 el 50% de los postulantes quedó asignado en su primera preferencia, y el 93% quedó en un colegio de alguna de sus preferencias. Solo el 7% no quedó, pero esto no es por el SAE, aseveró, sino porque en algunas comunas hay más niños que cupos escolares y porque los niños postulan a colegios altamente demandados.
Solo deseo añadir que este proyecto en nada afectó a la educación particular subvencionada; muy por el contrario, al eliminar el copago (barrera de entrada) y considerando que la gente prefiere, por cualesquiera razones, una educación particular a una pública, la matrícula se ha mantenido en los últimos años (ya hablaremos de la educación pública).
Cabe decir que Chile tiene el nivel más alto del mundo en educación escolar privada, solo superado por Singapur y Hong Kong. El 63% de la educación escolar chilena es privada (55% particular subvencionada y 8% particular pagada) y solo el 37% es pública o estatal (en tránsito desde la educación municipal a los Servicios Locales de Educación Pública, SLEP, según veremos más adelante).
Considero que ese proyecto fue un gran avance en términos de equidad e inclusión, aunque me temo que la batalla comunicacional la perdimos (por el proyecto inicial aquel, que encendió todas las alarmas, y por aquello de la “tómbola”, que no pasa de ser una caricatura del sistema de admisión escolar).
Los 27 parlamentarios de la DC, senadores y diputados, votamos a favor de este proyecto. Nuestra gran batalla fue por mantener el mérito en el sistema de admisión y de creación de colegios de excelencia, con un resultado solo parcialmente satisfactorio.
Con los senadores Andrés Allamand (RN) y Fulvio Rossi (PS) presentamos un proyecto de ley en forma de una moción parlamentaria el 9 de enero de 2017 que permitía la selección por mérito a los establecimientos educacionales cuyos proyectos educativos tuvieran por objeto principal desarrollar aptitudes que requieran una especialización temprana o fueran de alta exigencia académica.
Lo cierto es que el tema de la admisión basada en criterio de mérito quedó como una asignatura pendiente. Actualmente se tramita un proyecto de ley para perfeccionar el sistema en cuanto a incluir el criterio basado en el mérito (cabe señalar que en la actualidad existen 400 colegios Bicentenario, 80 de los cuales fueron autorizados en 2024, según ha informado públicamente el ministro de Educación).
El 29 de mayo del 2015 fue promulgada la Ley 20.845 de inclusión escolar que regula la admisión de los estudiantes, elimina el financiamiento compartido y prohíbe el lucro en establecimientos educacionales que reciben aportes del Estado.
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