
Una sociedad que no se reproduce
Las políticas deben centrarse en garantizar el acceso universal a servicios de cuidado infantil de calidad, ampliar y flexibilizar las licencias parentales, y distribuir equitativamente las responsabilidades entre hombres y mujeres.
Chile enfrenta un giro demográfico sin precedentes. En 2023, la Tasa Global de Fecundidad (TGF) cayó a 1,16 hijos por mujer, la más baja de la historia del país y una de las más bajas del mundo. Solo catorce países registran tasas inferiores. Este indicador, muy por debajo del nivel de reemplazo generacional (2,1 hijos por mujer), sitúa al país en una posición crítica: una sociedad que ya no se reproduce.
El número de nacimientos ha seguido la misma trayectoria descendente. En 2022 se registraron 189.303 nacimientos –un alza momentánea atribuida al “efecto rebote” pospandemia–, pero en 2023 la cifra cayó a 174.067 nacimientos, una baja del 8% en solo un año. En términos históricos, esto representa una caída del 37,6% en comparación con 1992. A esto se suma un patrón claro de postergación de la maternidad: la mayor tasa de fecundidad hoy se da entre mujeres de 30 a 34 años, pero incluso allí hay una disminución sostenida.
Este fenómeno no es solo un dato técnico: tiene implicancias sociales, económicas y políticas profundas. Afecta la estructura de la población, las finanzas públicas y el modelo de desarrollo. En otras palabras, interpela al país.
No es solo un problema económico, sino un desafío que requiere un enfoque integral. Tener hijos es, en el fondo, un ejercicio de esperanza en el futuro, y los jóvenes necesitan recuperar esa esperanza. Para que esto sea posible, deben sentirse respaldados por una sociedad que les ofrezca estabilidad y oportunidades.
Las causas de esta baja natalidad son múltiples y entrelazadas. En primer lugar, destacan los factores económicos: los altos costos de la vida urbana, el precio de la vivienda, la educación, la salud y el cuidado infantil vuelven cada vez más difícil formar una familia. A esto se suma la precariedad laboral, especialmente entre los jóvenes, que ven postergada su autonomía económica.
Pero la dimensión cultural y social es igualmente relevante. El acceso a la educación superior, la búsqueda de desarrollo profesional y el cambio en las aspiraciones de vida han transformado la visión de la maternidad y la paternidad. La decisión de tener hijos ya no es automática ni obligatoria, lo que es un avance en la autonomía individual. Sin embargo, la falta de políticas de conciliación entre trabajo y familia hace que, para muchos, formar una familia implique una renuncia o un riesgo.
El entorno institucional tampoco acompaña: las políticas de conciliación siguen siendo débiles, las licencias parentales son limitadas y desiguales, y el cuidado infantil de calidad es costoso o inaccesible. Como resultado, los proyectos familiares se ven como cargas difíciles de sostener. Durante décadas, el país no ha invertido lo suficiente en preparar a las nuevas generaciones para enfrentar los desafíos de la vida adulta.
Las consecuencias de esta tendencia sostenida son numerosas y profundas. En primer lugar, está el envejecimiento acelerado de la población. Con menos nacimientos y una mayor esperanza de vida, aumenta la proporción de adultos mayores en relación con la población activa. Esto pone presión directa sobre el sistema de pensiones, los servicios de salud y los cuidados de largo plazo.
En segundo lugar, la reducción de la fuerza laboral joven compromete la productividad económica, la innovación y el crecimiento futuro. Chile corre el riesgo de entrar en una fase de estancamiento prolongado sin suficientes trabajadores jóvenes para sostener el dinamismo del país.
Por último, se transforma la estructura misma de las redes sociales y familiares: menos hijos significa también menos vínculos intergeneracionales, menos cuidadores informales, más soledad y mayor dependencia institucional. La baja fecundidad no solo cambia la pirámide poblacional: modifica la forma en que vivimos, nos relacionamos y cuidamos unos de otros.
Revertir esta tendencia no es fácil, pero tampoco imposible. Algunos países han logrado mantener tasas de fecundidad más altas mediante estrategias integrales y sostenidas. Francia, por ejemplo, combina licencias parentales generosas, subsidios por hijo y un sistema universal de cuidado infantil. Los países nórdicos también apuestan por la igualdad de género, la corresponsabilidad en la crianza y el acceso universal a servicios públicos.
En Chile, una política efectiva debe partir de una visión estructural que abarque desde el diseño del sistema educativo hasta la organización del mercado laboral. Es indispensable reformar profundamente el sistema escolar, reducir las tasas de abandono y ofrecer a los jóvenes herramientas reales para construir un proyecto de vida autónomo.
La esperanza en el futuro también implica asumir responsabilidades, pero esto solo es viable si existen reformas integrales que brinden estabilidad y oportunidades.
Asimismo, se requiere invertir en el empleo juvenil, garantizando trayectorias laborales dignas, estables y compatibles con la formación de una familia. Los jóvenes no dejan de tener hijos por individualismo, sino porque perciben que la sociedad no está organizada para sostener esa decisión.
Las políticas deben centrarse en garantizar el acceso universal a servicios de cuidado infantil de calidad, ampliar y flexibilizar las licencias parentales, y distribuir equitativamente las responsabilidades entre hombres y mujeres. No se trata de incentivar la maternidad o paternidad como una obligación moral, sino de hacer viable el deseo de tener hijos para quienes lo tienen.
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