
Basura cero: la revolución que Chile no se atreve a liderar
El mensaje es claro: más que tecnologías salvadoras o discursos de promesas eternas, lo que necesitamos es confianza social y planificación concreta. Pero para ello también se requiere valentía política e institucional multinivel, y no meras acciones normativas testimoniales.
En Chile, la realidad de los residuos sólidos municipales es tan conocida como preocupante. De 8,6 millones de toneladas que se generan al año, menos del 1% es efectivamente valorizado. La Ley de Responsabilidad Extendida del Productor es un camino para abordar esta realidad, pero la gestión y manejo de envases y embalajes será restringida y con un alcance inferior al 20% del total de residuos generados a nivel municipal.
De todo lo restante, más del 50% corresponde a materia orgánica, que sigue –y seguirá– llegando a vertederos y rellenos sanitarios, muchos de los cuales ya han colapsado o han superado su vida útil.
Frente a este escenario, el Proyecto de Ley de Residuos Orgánicos intenta ordenar el panorama, promoviendo la separación en origen y la valorización a escala local. No obstante, por muy buenas intenciones que esta iniciativa tenga, debe enfrentarse a una realidad nacional heterogénea que actualmente no está siendo reconocida.
Los datos oficiales indican que, para satisfacer las metas nacionales y dar cumplimiento cabal a las exigencias normativas, se requerirán en los próximos 15 años casi 250 nuevas instalaciones: un centenar de nuevos rellenos sanitarios y 150 plantas de valorización de residuos orgánicos, principalmente de compostaje.
La tarea no es menor. Ni el sector público ni el privado están en condiciones de responder a esta demanda en los tiempos y con las capacidades actuales. La falta de financiamiento, planificación, personal técnico y, sobre todo, de articulación efectiva entre niveles de gobierno siguen siendo las principales barreras.
Pero esta situación no se da solo en Chile, y el mundo nos ofrece ejemplos que demuestran que la transformación estructural es posible.
En Cataluña (España), existen municipios que han alcanzado el 75% de reciclaje con plantas de compostaje descentralizadas y tasas de cobro diferenciadas. En San Fernando (Filipinas), se logró un 80% de recolección diferenciada sin grandes recursos, pero con un sistema planificado a escala comunitaria. Eslovenia pasó del 3% al 70% de reciclaje en menos de 15 años, como respuesta social y gubernamental luego de rechazar decididamente una gran incineradora en su capital.
En América Latina también hay señales en este mismo camino: en Colombia se han alcanzado tasas de 18% de reciclaje, con un sistema basado en cooperativas de recicladoras y recicladores de base.
Todos estos ejemplos tienen algo en común: pusieron los modelos “basura cero” en el centro, no solo promoviendo la prevención, la separación y la valorización, sino también rechazando la incineración y restringiendo al máximo la disposición final.
Porque, en paralelo a las buenas intenciones, hay fuerzas que empujan en sentido contrario. La tecnocracia continuará intentando vender soluciones empaquetadas como si fueran la única salida. Ejemplos claros de ello hay en Chiloé o en La Araucanía. Los “vendedores de humo” ofrecen tecnologías caras, contaminantes y obsoletas –como la incineración– disfrazadas de modernidad. Y Chile no puede caer en esa trampa.
La incineración, lejos de ser circular, es lineal por definición y, desde un enfoque termodinámico, completamente ineficiente. La combustión de residuos ha demostrado ser un freno para las políticas de reciclaje y un promotor de mayores cantidades de generación de residuos.
Basta mirar los ejemplos de Dinamarca, Suecia, Noruega o Austria. De allí que otros países como Francia, España, Países Bajos, Bélgica o Italia hayan promovido moratorias a la incineración. Si Europa está abandonando estos sistemas, ¿por qué insistir en traerlos a nuestros territorios?
Lo que sí tiene cabida es la confianza en las personas y las comunidades. Las experiencias internacionales, y también las locales –como La Pintana, Futaleufú o Santa Juana– demuestran que, cuando un sistema está bien diseñado y se comunica con claridad, las personas responden. No se trata de pedirle más trabajo a la ciudadanía, sino de atreverse a creer en la capacidad colectiva de cambio cuando se les otorgan las herramientas adecuadas.
El mensaje es claro: más que tecnologías salvadoras o discursos de promesas eternas, lo que necesitamos es confianza social y planificación concreta. Pero para ello también se requiere valentía política e institucional multinivel, y no meras acciones normativas testimoniales.
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