
Del bien común al orden público: la mutación del eje de legitimidad y la subasta securitaria
El desplazamiento de la legitimidad política hacia la seguridad ciudadana, sumado a la subasta punitiva en la que cada actor pretende lucir “más duro”, retrata el complejo escenario que atraviesa la política chilena. Sin embargo, no es un destino ineludible.
Dos cambios intimanente relacionados están torciendo el escenario político chileno e internacional. Por un lado, el eje de legitimidad de los liderazgos políticos se ha movido desde los grandes proyectos sociales y de desarrollo hacia las demandas de seguridad. Por otro, la competencia outbidding (“ofrecer siempre más que el concurrente, como en una subasta”), en la que distintos actores, sobre todo de derecha, pujan ofreciendo posturas más duras contra la delincuencia. Se trata de una mutación del eje de legitimidad desde la seguridad social a la seguridad pública, de una parte, y del fenómeno político de lo que cabe llamar “subasta securitaria”.
La lectura de Alain Bertho en The Age of Violence ilumina la primera de estas mutaciones: cuando la política deja de ofrecer proyectos de futuro y se desmoronan los grandes relatos de transformación, la función estatal se reduce a “apagar incendios”. El Estado se vuelve un agente que garantiza la paz interna a través de la seguridad, pero, paradójicamente, puede volverse también un “bombero-pirómano”: perpetúa dinámicas de desigualdad que alimentan la inseguridad, pero al mismo tiempo se legitima a través de su “combate” contra el desorden. Todo ello como un sistema que se retroalimenta.
Este cambio de eje trae consigo otro fenómeno: la subasta securitaria u outbidding, que en términos simples consiste en “ofrecer siempre más” dureza que el contrincante para no quedarse atrás en la competencia por el favor electoral. Adoptado de la teoría política sobre conflictos armados y luchas internas, el concepto describe cómo facciones o partidos que comparten un objetivo general —en este caso, frenar la delincuencia— se extreman progresivamente para no ser señalados de débiles.
En Chile, el outbidding se refleja en iniciativas que proponen penas cada vez más altas, permisos irrestrictos para la policía o la reinstalación de la pena de muerte. Cualquier mínimo atisbo de moderación corre el riesgo de etiquetarse como “blandengue” o carente de voluntad real para frenar la ola delictual, mientras la ciudadanía, sacudida por el temor, se muestra receptiva a soluciones aparentemente rápidas y contundentes. Se configura así un escenario de subasta, donde cada oferta más punitiva aspira a ser la “ganadora” ante una opinión pública apremiada por hechos de violencia.
Cuando el discurso público privilegia la seguridad por sobre la inclusión social, la estabilidad se asienta en la capacidad de represión inmediata y no en la solución de problemas estructurales. El peligro radica en ignorar los determinantes profundos de la criminalidad —desigualdad, segregación urbana, vulnerabilidad juvenil— y limitar la política a un permanente estado de emergencia, útil para posicionar liderazgos a corto plazo. Sin embargo, esta dinámica puede generar un círculo vicioso: cuanto mayor es la inseguridad percibida, más se robustece el argumento de la mano dura y menos espacio queda para propuestas de transformación social o políticas de prevención.
A escala internacional, se observan tendencias similares. Varios gobiernos consolidados tras olas de populismo penal se enfrentan a incrementos reales de la violencia o críticas por violaciones a los derechos humanos. Aun así, mantener un discurso inflexible con la delincuencia resulta políticamente rentable. El factor electoral domina la escena, privilegiando la subasta securitaria y posponiendo debates estructurales sobre seguridad y justificia social.
Aunque Chile no es ajeno a estos patrones, podría optar por una ruta más equilibrada: reconocer la urgencia de controlar la criminalidad y proteger efectivamente a la ciudadanía, pero sin desechar la perspectiva de justicia social que atacaría las raíces de la delincuencia y del malestar. Para ello, es necesario desactivar la lógica de competir únicamente por medidas extremas y, en cambio, fomentar la colaboración transversal de expertos en medidas más complejas, abarcantes, combinadas y basadas en evidencia.
Retomar el foco en la cohesión social como una de las bases de la legitimidad no implica desatender el requerimiento de seguridad. Significa, más bien, ubicar ambas dimensiones en un mismo plano, de modo que las políticas de orden estén respaldadas por un soporte integrador: oportunidades laborales dignas, educación de calidad, planes de urbanismo seguro y redes de acompañamiento a grupos vulnerables. Si se concibe la seguridad como parte de un proyecto colectivo y no como mero instrumento electoral, podrían conciliarse ambas demandas.
El desplazamiento de la legitimidad política hacia la seguridad ciudadana, sumado a la subasta punitiva en la que cada actor pretende lucir “más duro”, retrata el complejo escenario que atraviesa la política chilena. Sin embargo, no es un destino ineludible. La experiencia comparada sugiere que el énfasis desmedido en la coerción tiene rendimientos decrecientes y genera, a la larga, conflictos más profundos. Por ello, la posibilidad de un “camino distinto” radica en enfrentar la delincuencia y la violencia como fenómenos que exigen —además de voluntad policial y judicial— un compromiso con la equidad y el desarrollo inclusivo.
Si los liderazgos políticos prefieren gobernar desde el temor y la represión, obtendrán legitimidad inmediata, pero frágil y sujeta a la perpetua escalada de medidas punitivas. En cambio, un eje de legitimidad sustentado en la justicia social y la búsqueda de bienestar compartido sentaría bases más sólidas para la convivencia, a la vez que reduciría las motivaciones de fondo que suelen derivar en delitos. Equilibrar ambas exigencias —seguridad y cohesión social— es la apuesta para que Chile no sucumba a la tentación de resolver sus incertidumbres democráticas con recetas fáciles, pero, en última instancia, poco sostenibles.
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