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No todo comenzó con Trump Opinión Archivo

No todo comenzó con Trump

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José Rodríguez Elizondo
Por : José Rodríguez Elizondo Periodista, diplomático y escritor
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Estamos inmersos en un momento de inflexión global, que muestra dos escenarios principales. En uno están los gobernantes de los  EE.UU. y Rusia definiendo los límites de su complicidad. En el otro está Xi Jinping exhibiendo su musculatura ante Taiwán.


Permanece armado y alerta, a fin de que no se te pase tu oportunidad, ni se la ofrezcas a tu adversario.

Tito Livio

El silogismo dice que toda  guerra comercial supone enemigos, pues éstos implican mayor gasto militar y éste deriva en economías de guerra. Conclusión: la guerra comercial declarada por  Donald Trump no es ajena a las guerras de verdad.

Lo nuevo es que la guerra que hoy se perfila no sería como las otras pues, como advirtieron Einstein  y Oppenheimer, el arma nuclear llegó para quedarse. Roto el duopolio de los EE.UU. y la ex Unión Soviética (URSS) hoy la tienen el Reino Unido, Francia, China, Israel, Pakistán y Corea del Norte. Además, estaría en el subterráneo de otras potencias entre las cuales Irán, que podría ensamblarla cuando su teocracia lo estime oportuno.

Sin embargo, cuando el Presidente ruso Vladimir Putin “normalizó” el uso del arma  nuclear para afirmar su invasión a Ucrania, muchos pensaron que era una disuasión poco creíble, un aprovechamiento táctico de la fobia antiOTAN de Trump.  No asumían que las estrategias que se cruzaron, tras la implosión de la URSS, generaron un proceso que mutó el equilibrio del terror de la Guerra Fría en un terror desequilibrado. La historia en gestación dirá que Putin y Trump sólo están aportando el factor irracional que faltaba.

Cómo deshacer Yalta

En los EE.UU. el fin de la URSS reeditó, en modo nuevo, el clivaje halcones-palomas. Aquellos leyeron el fenómeno como la victoria final de su “destino manifiesto”. Entendían que era urgente rescatar para la democracia los países de Europa Central que la Conferencia de Yalta dejó bajo la férula de Stalin y seguir avanzando hacia Rusia. No sería difícil, pues había desaparecido el Pacto de Varsovia -la alianza militar soviética-, mientras la OTAN -la alianza militar atlántica- estaba intacta.

El gran expositor de esa línea fue Zbignew Brzezinski, de origen polaco, exasesor de Jimmy Carter y experto en marxismo-leninismo. En su libro El Gran tablero Mundial, de 1997, planteó que  estaba en el alma imperial rusa ser una amenaza para las potencias occidentales y que la ya independizada Ucrania, exrepública soviética, era su “pivote geopolítico”. Ergo, este país debía ingresar a la Unión Europea (UE) y a la OTAN, “entre el 2005 y el 2010”. En un libro posterior fijó 2014 como el año decisivo.

Los expertos realistas leyeron el tema en modo contraintuitivo. Sabían que la democracia no se exporta fácil y que, con zares o secretarios generales, Rusia era dura de matar. Así lo había demostrado frustrando las invasiones de Napoleón y de Hitler y no era prudente humillarla. Lideró esta posición Henry Kissinger, oriundo de Alemania, Secretario de Estado de Richard Nixon y timonel de los EE.UU. en la Guerra Fría. En una  entrevista de 2014 -cuando Rusia ya había anexado Crimea- dijo que la marcha hacia el Este de la OTAN, con “escaladas cada semana”, debía detenerse ante Ucrania. En cuanto eslabón limítrofe entre Europa, Rusia zarista y la URSS, este país debía tratarse como “militarmente no alineado e independiente”.

Cabe agregar que  en su libro Orden Mundial, Kissinger hizo una profecía estremecedora. Planteó que, en un contexto de proliferación nuclear, un Estado con ese poder estaba en condiciones de “amenazar con decisiones apocalípticas para obtener una ventaja perversa sobre sus rivales”.

Irresistible ascensión de Putin 

No era sencillo, entonces, rescatar y sumar países del excampo socialista.  Ante ese dilema, el presidente Bill Clinton optó, en 1997, por fingir una negociación con Boris Yeltsin, sucesor de Mijail Gorbachov,  mientras tramitaba el ingreso a la UE y a la OTAN de los países europeos liberados. Así lo reconoció en sus memorias, con cierto candor, al narrar su diálogo con el jefe ruso. Dice que éste no sólo aceptó que esos países se incorporaran a las nuevas estructuras políticas y económicas europeas. También aceptó que se  incorporaran a la OTAN y sólo puso como condición que se excluyera a Estados de la ex URSS “como las repúblicas bálticas y Ucrania”. Agrega Clinton que le pidió mantener ese compromiso “en el closet”. Es decir, en secreto.

Era un secreto imposible. La OTAN siguió proyectándose,  incluso hacia el Noreste (hoy están en ella los Estados bálticos, Suecia y Finlandia). También intentó reclutar a Georgia, república exsoviética, y hasta exploró el ingreso de  la superestratégica Ucrania. Entretanto, el orgullo ruso se endurecía y Yeltsin fue reemplazado por Putin, exoficial de inteligencia de la KGB y exsupervisor de la Stassi en Alemania del Este.

Cualquier analista occidental competente pudo prever, entonces, que la reacción nacionalista rusa debía llegar… y llegó. Sucedió en 2007, durante una conferencia europea de seguridad en Alemania. Fue cuando el Presidente Putin emitió una clara advertencia ante sus homólogos de Occidente. Les notificó que Rusia no aceptaría un papel subordinado en los asuntos internacionales y que “un modelo unipolar no solo es inaceptable, sino imposible en el mundo actual”. Además, advirtió que la seguridad global se estaba desestabilizando y fraseó el inestable estatus del arma total: “Este sistema insostenible obliga a las naciones a armarse, incluida la proliferación nuclear”

Esa intervención afirmó su liderazgo interno y confirmó un cambio cualitativo en el  personal político ruso. Acusados de debilidad supina, los viejos jerarcas excomunistas fueron desplazados por una “nueva clase” ideológicamente atea y experta en conspiraciones. En el primer círculo de Putin estaban altos exoficiales de la KGB y exmilitantes reconvertidos en millonarios voraces tras el caos que siguió a la caída de Gorbachov. Todos con más experiencia en operaciones encubiertas y movidas financieras ocultas, que en las prácticas y sutilezas de los políticos profesionales. Por cierto, no apreciaban la alternancia en el poder.

Si aquello no se procesó en Occidente fue porque los Estados son olvidadizos, sus líderes suelen ignorar los temas de la política exterior y sus democracias ya no eran lo que fueron. En los EE.UU. el presidente George W. Busch, describió a Putin como “directo y confiable”, mientras políticos importantes criticaban el alto costo de la seguridad europea. En paralelo, los medios daban amplia tribuna al outsider Donald Trump, empresario del sector inmobiliario que participaba en programas de farándula, contrataba autobiografías, predicaba el aislacionismo y decía que la OTAN era un gran dispendio. En Europa, los miembros de la alianza atlántica no pagaban las cuotas comprometidas, agudizaban sus diferencias nacionales, soslayaban la crisis del Medio Oriente, el Reino Unido abandonaba la UE y, por reflejo paradójico, volvía a experimentarse el temor a Rusia y a la eventual insolidaridad de los EE.UU.

Así, mientras  el expansionismo OTAN calificaba como  “fuga hacia adelante”, Rusia invadió Ucrania en 2022 mediante una “operación militar especial”, blandiendo como advertencia la profecía apocalíptica de Kissinger. De hecho fue una disuasión creíble, pues la OTAN no dio la respuesta que Ucrania esperaba. Ayudó con armas, inteligencia y logística, pero no con fuerza militar propia  en los teatros de operaciones. Ante ese efecto-demostración Putin fortaleció aún más su iniciativa. Firmó un pacto de Defensa Mutua con Kim Jong-un, que le asegura militares coreanos combatientes y acceso al reservorio nuclear de Corea del Norte.

A partir de entonces Ucrania se instaló como un agujero negro de inseguridad.  En Francia, el Presidente Emmanuel Macron, osó frasear el miedo: “Europa puede morir”. Es que, por mucho menos, habían estallado dos guerras mundiales.

Binomio con historia

Lo que sólo después se supo fue  que la KGB soviética había estado  en el mero inicio de estos desarrollos. Previendo la caída de Gorbachov, sus jefes buscaron contactos políticos y nichos de  inversión en Occidente. Yuri Dubinin, embajador de la URSS en Washington, les sugirió un acercamiento al joven, audaz y polémico empresario Trump.

Le hicieron caso. Invitado a Moscú en 1987, en plan turístico y de negocios, Trump fue agasajado prolijamente por presuntos colegas. Entre otras tentaciones le propusieron levantar una Torre con su nombre en Moscú y, de paso, le presentaron bellas mujeres eslavas. En 2017, ya con Trump como su homólogo, Putin supo amarrar y potenciar esa vieja relación, incluso durante el interregno de Joe Biden. En 2025, el periodista norteamericano John Dinges sintetizó en dos líneas esa amistad de ocasión: “Trump ha abandonado la alianza con Europa para forjar una nueva relación preferencial con Rusia”.

La gran interrogante de la hora es si esa alianza personalizada está o no en la estrategia de la guerra comercial declarada por Trump. La misma que está conmocionando la economía e incrementando el gasto militar global… sin que esté claro el alineamiento de los enemigos.

Cualquier respuesta debe asumir que no sólo Ucrania está pagando los costos territoriales. Como si estuviéramos en una segunda repartición de Yalta, el presidente de los EE.UU. ha proclamado, urbi et orbi, que su país debe conquistar Canadá, Panamá y Groenlandia, por razones de seguridad nacional. Esto equivale -vaya paradoja-  a lo que persiguiera y consiguiera Stalin después de la Segunda Guerra Mundial: instalar gobiernos comunistas en Polonia, Hungría, Checoslovaquia, Bulgaria, Rumania y parte de Alemania, para mejor protección de la URSS.

Resumiendo, estamos inmersos en un momento de inflexión global, que muestra dos escenarios principales. En uno están los gobernantes de los  EE.UU. y Rusia definiendo los límites de su complicidad. En el otro está Xi Jinping exhibiendo su musculatura ante Taiwán, mientras sigue pavimentando su Franja y Ruta de la Seda.

De algún modo misterioso, es como si Putin y Trump ignoraran la audaz profecía de Richard Nixon: “En el curso del siglo XXI China puede convertirse en la más fuerte potencia de la tierra”.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.

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