
Cuando el mercantilismo renace y el libre comercio tambalea
Las alzas arancelarias propuestas por Donald Trump y su equipo constituyen un tremendo atentado contra el libre comercio. Pretender que todos los déficits bilaterales se deben a conspiraciones extranjeras no solo es simplista, sino que pasa por alto la realidad de la estructura productiva global.
La historia del pensamiento económico está plagada de intentos por explicar los beneficios y perjuicios del comercio internacional. Adam Smith (1723-1790), en La riqueza de las naciones, elevó la primera gran crítica al mercantilismo, que dictaba elevar aranceles y acumular metales preciosos como medio de “enriquecimiento” nacional, mientras que para Smith la verdadera riqueza provenía de la productividad y la especialización, no de restringir las importaciones.
A comienzos del siglo XIX, David Ricardo (1772-1823) profundizó en estas ideas mediante la teoría de la ventaja comparativa. Su aporte esencial consistió en demostrar que, aun cuando un país sea más productivo que otro en varios productos, ambos se benefician si cada cual se especializa en aquello donde exhiba un costo de oportunidad menor. Así, el comercio ya no se comprende como un juego de suma cero –como postula el mercantilismo–, sino como un intercambio mutuamente provechoso.
Sin embargo, las recientes propuestas arancelarias de Donald Trump reeditan, en pleno siglo XXI, la lógica mercantilista. Con la excusa de “defender” la industria estadounidense de supuestos abusos comerciales, el gobierno de Trump ha planteado imponer elevadísimos aranceles de manera indiscriminada –tanto a “enemigos” como a “amigos”–, ignorando que fue el mismo Estados Unidos el que, tras la Segunda Guerra Mundial, impulsó la instauración de reglas multilaterales para evitar precisamente el caos proteccionista que se vivió en la década de 1930.
La Gran Depresión de 1930 es un ejemplo clásico de cómo las políticas proteccionistas pueden exacerbar –en lugar de solucionar– una recesión. A través de la Ley Hawley-Smoot (1930), Estados Unidos elevó aranceles a miles de productos, provocando una reacción en cadena de represalias por parte de otros países. ¿El resultado? El comercio mundial se derrumbó y el desempleo escaló a niveles catastróficos.
Uno de los argumentos favoritos de Trump es la supuesta “necesidad” de corregir los déficits comerciales bilaterales, pues asume que todo déficit es fruto de un “abuso” de la otra parte. Esta visión simplista ignora que ningún país puede pretender estar en superávit con todos sus socios a la vez. En la economía mundial interconectada, es natural tener superávit con algunos y déficit con otros, dependiendo de las ventajas comparativas y las estructuras productivas.
Por otra parte, el comercio de servicios suele compensar parte importante de esos déficits en bienes. Así, si bien EE.UU. muestra un déficit en su comercio de bienes con la Unión Europea (UE), experimenta un superávit sustancial en servicios (consultorías, finanzas, propiedad intelectual, etc.).
Manifiestamente, Trump trata de cumplir al menos dos objetivos. Uno, reducción del déficit comercial de bienes, pero ignorando servicios, y analizándolo solamente en relaciones bilaterales, cuando lo que realmente importa es la balanza comercial global. Ignora las
cadenas globales de valor, en virtud de las cuales un producto (autos, aviones, los celulares iPhone, las motos Harley Davidson, etc.) está compuesto de partes y piezas –además de software y propiedad intelectual– que provienen de muchos países, incluyendo el propio EE.UU.
Dos, procura la relocalización de industrias que se establecieron en otros países a EE.UU., debido a que en ciertos sectores y, por lo tanto, regiones estadounidenses, muchas industrias han desaparecido. Pero ello ignora que aún en una economía cerrada tienen lugar el cierre y
el desplazamiento de industrias como consecuencia de la innovación tecnológica, una de las grandes fuentes del crecimiento económico de EE.UU, crecimiento que, por lo demás, ha sido muy superior al de otros países de economía de mercado en los últimos años.
A esos dos objetivos, suele agregarle un tercero: responder a amenazas a la seguridad nacional, pero sin explicar cómo pueden paltas, salmón, uvas y vino amenazar la seguridad nacional.
Este último objetivo lo incluye, pues, para cumplir sus propósitos, Trump recurre a leyes internas en virtud de las cuales el Congreso ha delegado facultades extraordinarias, como subir los aranceles, cuando hay situaciones de crisis internacional o graves amenazas a la
seguridad nacional. Ignora absolutamente que la doctrina comercial que Estados Unidos promovió durante décadas se basó en el principio de la nación más favorecida (MFN) y en la reducción progresiva de aranceles por consenso multilateral.
Este esquema, instaurado tras la Segunda Guerra Mundial mediante el GATT y consolidado posteriormente en la OMC, limita la imposición unilateral de barreras. Una excepción la brinda el artículo XXI del GATT, que permite a un país adoptar todas las medidas necesarias para la protección de los intereses esenciales de su seguridad, relativas entre otras cosas a las aplicadas en tiempo de guerra o en caso de grave tensión internacional.
Esta cláusula se reproduce en los Tratados de Libre Comercio (TLC) como el que mantiene con Chile. Difícilmente podría alegarse que la economía más grande del planeta enfrenta una amenaza de seguridad inmediata por importar manufacturas o productos agrícolas de sus socios tradicionales. Restringir las importaciones de un país que exporta uva y otra fruta fuera de temporada, vino, salmón, cobre, etc., porque afecta la seguridad nacional, debilita la seguridad jurídica y la credibilidad de todos los acuerdos comerciales en vigor.
Fue tan arbitraria y alocada la fórmula para determinar los aranceles por países que no solo se le aplicó a Chile, país con el cual EE.UU. tiene superávit y arancel 0% para todos sus productos, sino que también se han aplicado a islas completamente deshabitadas (o más bien habitadas solo por pingüinos, los que cuentan con toda mi solidaridad de especie).
El absurdo se evidencia si consideramos que tales cifras no reflejan las verdaderas barreras del otro país –ni, mucho menos, el nivel real de protección que cada economía mantiene–. Se termina aplicando aranceles de 30%, 40% o más. EE.UU. vuelve a tener barreras mayores a las que tenía hace más de un siglo.
Además de violar acuerdos multilaterales y bilaterales, la elevación masiva de aranceles acarrea costos concretos. El primero y más evidente será una mayor inflación en Estados Unidos, pues los insumos importados se encarecen, y muchas empresas estadounidenses dependen de componentes extranjeros para producir.
Otro impacto evidente será una menor eficiencia, ya que el proteccionismo desvía recursos hacia sectores menos competitivos o que solo subsisten gracias a la protección, reduciendo la productividad agregada de la economía.
Finalmente, la incertidumbre que se ha generado impactará directo en menor inversión, pues los inversionistas, al no saber si el arancel será 20% hoy y 35% mañana, tienden a posponer sus planes o a buscar otros destinos más estables. La volátil política arancelaria de Trump, denunciada incluso por antiguos partidarios en el mundo empresarial, puede abonar el terreno para una recesión.
En síntesis, las alzas arancelarias propuestas por Donald Trump y su equipo constituyen un tremendo atentado contra el libre comercio. Pretender que todos los déficits bilaterales se deben a conspiraciones extranjeras no solo es simplista, sino que pasa por alto la realidad de
la estructura productiva global y el relevante rol de los servicios en la balanza comercial. Alegar, además, “seguridad nacional” para el conjunto de importaciones parece una excusa endeble, que erosiona la legitimidad de un sistema internacional basado en reglas claras y en la reciprocidad.
De cara a la historia, y conforme a los principios fundacionales del GATT/OMC y de los TLC suscritos (incluido el de Chile con Estados Unidos), este giro proteccionista se alza como un severo retroceso, un renacimiento demencial del mercantilismo que, en lugar de fortalecer la economía, la sumerge en la incertidumbre, la ineficiencia y la desconfianza. Cuando surja la pregunta de si esta escalada proteccionista hará “grande a América otra vez”, la respuesta inmediata desde el análisis económico será: “No, en absoluto”.
Esperemos que la reflexión y la presión internacional logren reconducir la política comercial hacia la colaboración y la apertura, antes de que se reproduzcan los errores que ya una vez hundieron la economía mundial en la Depresión.
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