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La era de la desconfianza Opinión

La era de la desconfianza

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Gonzalo Rojas-May
Por : Gonzalo Rojas-May Psicólogo y consultor
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Si no reconstruimos la confianza –con hechos, con ideas, con actos concretos de respeto mutuo–, el sistema democrático no se extinguirá de un día para otro, pero sí se irá descomponiendo lentamente, como un cuerpo que ya no reconoce sus propios órganos.


La democracia liberal no ha sido un regalo natural de la historia. Se trata de una conquista ardua y frágil, nacida de las cenizas de dos guerras mundiales, de múltiples conflictos derivados de la Guerra Fría, de luchas fratricidas y dictaduras brutales que marcaron nuestra memoria a lo largo del siglo XX.

La noción y valorización de la democracia moderna no surgió de un ideal abstracto, sino de la  necesidad de evitar el horror. Surgió desde la construcción de un modelo de convivencia basado en derechos, libertades, controles de poder y, sobre todo, confianza.

Confianza en que los acuerdos son posibles. Confianza en que el otro,  aunque piense distinto, no es un enemigo a destruir. Confianza en que las  instituciones pueden resistir la tensión del progreso, del desarrollo y de sus propias contradicciones e imperfecciones sin derrumbarse. 

Hoy, sin embargo, esa confianza está en crisis. Durante las últimas décadas las amenazas siempre fueron vistas como externas: desde el terrorismo, como en los atentados del 11 de septiembre de 2001, a la pandemia del COVID-19, que como un cataclismo desnudó nuestras vulnerabilidades físicas, psicológicas y sociales en forma dramática.  

El peligro que enfrentamos en estos momentos es más profundo y difícil de definir: ya no se trata de un enemigo externo, sino de una suerte de enfermedad propia. Como una dolencia autoinmune, o un cáncer, nuestros sistemas políticos, económicos y, particularmente, sociales, han comenzado a atacarse a sí mismos, y todo indica que no hay claridad sobre de qué y cómo defendernos. 

Donald Trump es el síntoma más evidente de este proceso. No es el único ni el primero, pero sí el más disruptivo y globalmente visible hoy. Su irrupción ha legitimado el desprecio por la verdad, el odio como estrategia, el cinismo como lenguaje, la deslegitimación sistemática de las instituciones y el descrédito de cualquier autoridad u orden internacional que no se subordine a su voluntad.

El daño que su segunda administración ha provocado, en pocas semanas, a la confianza  institucional, hace que, incluso si mañana decidiera dar un paso atrás, moderar su discurso, o sentarse a negociar algo difícil de imaginar hoy, el problema persistiría.  

Y es que lo que está ocurriendo va mucho más allá de su política presidencial. Lo más grave de lo que ocurre, al interior del sistema democrático norteamericano, es la parálisis, la tibieza y el silencio de quienes debieron haber liderado con claridad moral y política una respuesta contundente al populismo y a la demagogia.

La clase política estadounidense y el Partido Demócrata en particular, ha mostrado una alarmante falta de reacción estructural ante la demolición del ethos democrático. Más allá de los discursos formales, ha habido una ausencia de valentía intelectual y liderazgo ético. La racionalidad se ha replegado. 

A nivel mundial, a velocidad vertiginosa, el pensamiento crítico ha sido arrinconado. ¿Dónde están los líderes que no solo calculan el próximo ciclo electoral, sino que son capaces de imaginar una arquitectura política que impida el avance de la oscuridad panfletaria y autoritaria que asoma en tantas democracias del mundo? 

El problema no es solo estadounidense. Lo que allí ocurre hoy es una señal de alarma para todas las sociedades que han intentado con mayor o menor éxito construir un camino de desarrollo plural, pacífico y justo basado en la democracia  liberal. Ese pacto social construido a lo largo del siglo XX, hoy está siendo erosionado desde dentro, no por ideas nuevas, sino por resentimientos antiguos,  amplificados por el miedo, el desencanto y la rabia. 

En la era de la desconfianza no se cree en las instituciones, ni mucho menos en el otro. El diálogo hace rato ha sido reemplazado por la consigna. La diferencia, por la descalificación. Las redes sociales funcionan como aceleradores de la desconfianza: espacios donde el algoritmo privilegia el conflicto, y donde pensar o intentar construir soluciones parece un acto de ingenuidad o de traición. 

El populismo se alimenta de esta desconfianza, y la política profesional ha sido incapaz o tal vez no ha querido enfrentarlo con la profundidad necesaria. No bastan las treguas tácticas ni las denuncias ocasionales. Se necesitan pactos nuevos. Y para que haya pactos, se necesita coraje intelectual, generosidad política y una ética de la responsabilidad que hoy parece extraviada. 

Si no reconstruimos la confianza con hechos, con ideas, con actos concretos de respeto mutuo, el sistema democrático no se extinguirá de un día para otro, pero sí se irá descomponiendo lentamente, como un cuerpo que ya no reconoce sus propios órganos. El cáncer que se ha instalado en nuestros sistemas sociales no son los Trump de turno. Es la renuncia colectiva a defender lo que tanto costó construir. 

Puede que aún estemos a tiempo. Pero no habrá soluciones fáciles. Recuperar la democracia liberal como camino plausible del desarrollo humano requerirá más que reformas económicas, políticas, sociales, constitucionales o victorias electorales.

Requerirá una nueva forma de estar en el mundo, de hablar con el otro, de hacer camino sin grandes cartografías y animarse a construir nuevos pactos que no solo nos sanen de nuestros tumores, sino que, sobre todo, nos permitan volver a confiar ya no desde la ingenuidad de las utopías, sino que desde la responsabilidad aprendida por aquel que ha estado a punto de perderlo todo.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.

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