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Trump y la libertad universitaria Opinión

Trump y la libertad universitaria

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Pablo Maillet
Por : Pablo Maillet Filósofo y académico
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Donald Trump es absolutamente consciente de eso que se ha llamado “la batalla cultural”, pero que en Chile se repite con poco conocimiento profundo del término y con mucho menos claridad respecto a las acciones que permitirían ciertos triunfos en esta batalla. 


Recuerdo a un profesor de Historia Moderna que tuve en la universidad, que decía algo que he comprobado con los años: que los cambios en la era clásica y medieval se sucedían de manera distinta a los cambios en la modernidad. Decía: “Los cambios históricos en la modernidad son siempre primero de los filósofos, quienes generan ideas nuevas, luego esas ideas, que son difíciles de captar, las toman los artistas, que siempre están cerca de los filósofos, y las expresan de manera atractiva, al punto que lo entiende cualquier tontón. El siguiente paso es que la ciudadanía valida y valora esa nueva idea, que ahora es masiva. Y finalmente llega el político y promete lo que ya todos piden hace años”. 

Esto es interesante para comprender también la universidad posmoderna, heredera de la modernidad, y pese a la distancia que ostenta respecto a su ideal originario, a su espíritu fundador, de ser el lugar de la contemplación intelectual de las cosas más excelentes de la existencia humana. 

En la posmodernidad la universidad es ya algo más cerca de una “capacitadora laboral” que aquella institución medieval considerada un “gremio”, y definida por Alfonso X como “un encuentro entre maestros y discípulos buscando el saber”. 

El Gobierno de Donald Trump ha llevado a cabo múltiples iniciativas que, obviamente, están rodeadas de polémicas. Una de ellas, el recorte presupuestario en educación, incluyendo condiciones para el financiamiento de universidades estatales. La condición es la exhibición y revisión de las políticas institucionales internas, los protocolos internos y algunos procesos y procedimientos que afecten ideológicamente el quehacer universitario. 

Esta medida podría hallarse perfectamente en un Gobierno de corte socialista. De hecho, en Chile, bajo el Gobierno de Michelle Bachelet (2006-2010) se promulgó la Ley General de Educación (Ley Nº 20.370, 2009), introduciendo o potenciando ideas como “inclusión” y “memoria de pueblos originarios”, entre otras.

Durante su segundo Gobierno (2014-2018), se promulgaron las leyes de Inclusión (Ley Nº 20.845, 2015), la Ley de la Nueva Educación Pública (2017), las Leyes de Gratuidad (Leyes Nº 20.890 y Nº 20.981), la Desmunicipalización (2017), entre otras. Todas estas leyes contienen indicaciones muy concretas, obligatorias por su naturaleza, para todos los establecimientos educacionales de nivel escolar y superior, incluyendo institutos profesionales, centros de formación técnica y similares. 

Esta direccionalidad ofrecida por un Gobierno socialista no llama la atención. No estuvo exenta de discusiones y oposiciones por políticos del bando contrario, pero al fin y al cabo se aprobaron por mayorías, y son propias de un Gobierno socialista que, por definición, busca fortalecer el aparato estatal y direccionar las políticas públicas hacia un ideal socialista, valores que ya están definidos y son conocidos por todos. 

La novedad es cuando un Gobierno de la llamada “ultraderecha” impone medidas de centralización valórica a establecimientos educacionales, sobre todo a nivel de universidades. La BBC publicó el 30 de marzo una columna de Dafydd Townley, profesor británico de la Universidad de Portsmouth, pero especialista en Historia de Estados Unidos, quien afirma que “las universidades son vistas por muchos en el Gobierno como un semillero de activismo woke”. Esta afirmación encierra al menos dos supuestos que deben ser esclarecidos. 

El primero es acerca de “solo los funcionarios del Gobierno de Trump piensan que las universidades son semilleros de una cierta mentalidad”. Lo segundo es que ese semillero se trate de un semillero “woke”. 

Si uno rastrea, por ejemplo, los orígenes de la Teoría Queer, los encontrará en la literatura, por ejemplo, en la obra Between men del año 1985, escrita por Eve Kosofsky Sedgwick, profesora de crítica literaria en distintas universidades, entre ellas, la Universidad de Boston y la Universidad de California, mismo Estado en que en 1992 se llevó a cabo el “free speech” o la ley conocida como “Leonard Law” y que el 2006 se enmendó a la Constitución.

California es el único Estado que garantiza protecciones de Primera Enmienda a estudiantes universitarios. En la misma Universidad de California en Berkeley se encontraba trabajando Judith Butler, ya no escritora sino filósofa, una de las más férreas defensoras no solo de la Teoría Queer, sino de la Teoría Feminista.

Si miramos más atrás, Kimberlé Crenshaw, profesora también de la Universidad de California, pero en Los Ángeles, profesora de Derecho, en el año 1991 lanzó un libro que introducía la Teoría de la Interseccionalidad, según la cual a toda minoría se le opone una mayoría que la oprime, aun cuando la opresión sea evidente o no, resucitando de este modo, la antigua teoría marxista de la lucha de clases. En términos de Gramsci, se trata de la lucha por la “hegemonía cultural”. 

Por lo tanto, la realidad es que, efectivamente, las universidades sí han sido cuna de ideas políticas que nacieron, como decía mi profesor, como una idea filosófica que terminó, cuando ya las masas comprendieron y apoyaban esa idea, en decisiones políticas. 

A uno puede gustarle o no la ideología “woke” o “nuevo progresismo” que, por ejemplo en California, se fragua hace décadas. Al menos desde el punto de vista gramsciano, a nivel “hegemónico”. Pero lo que no depende de nuestros gustos es que es efectivo que las universidades norteamericanas, al menos desde la segunda mitad del siglo XX en adelante y con mayor fuerza durante el siglo XXI, han sido semilleros de ideas que identificamos con la posmodernidad, específicamente con la ideología “woke”.

Pese a lo anterior, es novedoso, sin embargo, que en un gobierno como el de Trump se utilice una medida política de corte socialista. ¿Cuál es la finalidad? Según sus partidarios la finalidad es restringir, si no eliminar, o al menos socavar, la influencia del llamado “wokismo” en las universidades, aun cuando para lograr su cometido deba sacrificar la libertad universitaria o el free speech. Al menos en una primera mirada. 

En este juego se evidencia aquella lucha por la hegemonía cultural de la que hablaba Gramsci. Es evidente que ahora quienes reclaman libertad académica, libertad de cátedra, libertad institucional, en otro momento, cuando están en el Gobierno, someten a las mismas revisiones de programas y lineamientos institucionales, o generan agencias de acreditación bajo la legitimidad del clamor ciudadano por la calidad.

Pero no pocas  veces esas agencias estatales de acreditación institucional, con su propia “permisiología”, limitan la libertad de los proyectos educativos, el free speech y la libertad de cátedra. No de modo directo, como prohibición, que sería esperable en un dictador declarado, sino con la burocracia, el ahogo de “mínimos” que finalmente terminan siendo “máximos”, en este caso estamos hablando de una limitación indirecta de la libertad institucional.

Y este ha sido el caso de Chile por muchos años. En el ámbito escolar al menos desde la llamada “Reforma Brunner”. En otro ámbito, en el de la educación superior, también el requerimiento ciudadano por mayor calidad, que culmina o se inicia, con la Ley de Aseguramiento de la Calidad, Ley 20.129 del 17 de noviembre de 2006, tiene muchos detractores por la efectiva limitación que genera no solo a procesos y procedimientos institucionales, sino directamente afectando contenidos. 

La afectación de contenidos no es un mandato de la calidad, como tampoco es lo que exige Trump a los planteles. Su amenaza de recorte presupuestario o de acciones legales referidas a aquellos planteles que no “cumplan” con la orden ejecutiva dada por su Gobierno, no es más cercana a una acción socialista de Gobierno, sino que se acerca más a la lucha por la hegemonía cultural de la que hablaba Gramsci, pero que Trump aprendió del director ejecutivo de su primera campaña, Stephen Bannon, estratega político y asesor de personalidades, ex-Navy, funcionario del Pentágono durante los años 80, conocedor de filosofía, política, ética y literatura, y MBA de Harvard. 

Donald Trump es absolutamente consciente de eso que se ha llamado “la batalla cultural”, pero que en Chile se repite con poco conocimiento profundo del término y con mucho menos claridad respecto a las acciones que permitirían ciertos triunfos en esta batalla. 

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.

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