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Un ego que supera a la inteligencia: Trump y los nuevos liderazgos mundiales Opinión EFE

Un ego que supera a la inteligencia: Trump y los nuevos liderazgos mundiales

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Nicolás M. Somma
Por : Nicolás M. Somma Profesor Titular del Instituto de Sociología, Pontificia Universidad Católica de Chile; Investigador Asociado del Centro de Estudios de Conflicto y Cohesión Social (COES) e Investigador Adjunto del Núcleo Milenio sobre Crisis Políticas en América Latina (Crispol).
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El ególatra poderoso no es necesariamente antidemocrático, pero entiende la democracia como el apoyo de las masas, más que como el respeto de las instituciones y la ley. Es particularista, no universalista. Es nacionalista, no internacionalista. En vez de complejizar, simplifica.


Hace unos días, un colega de mi universidad comentaba cómo en la vida académica abundan figuras marcadamente egocéntricas, convencidas de que sus ideas son infinitamente más valiosas que las de quienes las rodean. “Es cierto que en la academia también hay personas sumamente inteligentes”, añadió. El problema, acotaba mi querido colega, es cuando el ego supera la inteligencia: se sobreestima el valor de las opiniones propias y se producen conductas o dichos prepotentes, miopes o derechamente contraproducentes.

Me pareció interesante tomar esa brecha entre ego e inteligencia para pensar la imposición masiva de aranceles que Trump está llevando a cabo en estos días en todo el mundo. Varios economistas sostienen que estas medidas tendrán consecuencias desastrosas, en primer lugar, para los estadounidenses (aumento de la inflación y pérdida de poder adquisitivo, desempleo y estancamiento económico, sobre todo en la industria automotriz y manufacturera).

En un país donde la salud de la economía afecta fuertemente la aprobación presidencial, esto podría poner en peligro la base de apoyo de Trump y generar descontento, huelgas y protestas. Además podría dañar a las grandes empresas que lo apoyaron.

Sin duda que Trump es hábil: logró doblegar todos sus adversarios en el Partido Republicano y revertir una situación legal compleja hasta llegar por segunda vez a la Casa Blanca. Pero parece en este caso que su ego sobrepasó su inteligencia. Su necesidad de sentirse y demostrar que es el más fuerte lo está llevando a desvirtuar la política arancelaria y usarla como un instrumento de afirmación personal. Al fascinarse mirándose al espejo, probablemente descuida los problemas que eso le traerá para mantener su poder.

Al binomio de ego e inteligencia debemos añadir un tercer elemento: el poder que el líder egocéntrico tiene sobre sus connacionales o eventualmente el mundo. El poder y el ego se potencian. El poderoso, al dominar al resto, se siente importante y su ego se infla; el egocéntrico, al avasallar al resto con su arrogancia, acumula más poder.

Así, podríamos formular una ecuación rudimentaria en la que el producto del poder por el ego (P×E) se contrapone a la inteligencia (I). Pensemos en líderes mundiales o locales. ¿Qué arroja la fórmula (P×E)/I? Si el resultado es menor que 1, la inteligencia prevalece y el balance es positivo. Si el resultado supera 1, estamos en problemas.

Mi impresión es que muchos líderes mundiales actuales están cayendo en esta segunda categoría, y que esto obedece a transformaciones estructurales del orden mundial que favorecen liderazgos performáticos por sobre aquellos basados en la deliberación racional.

La transformación tiene que ver, creo yo, con el triunfo del capitalismo a escala global. Durante la Guerra Fría existía un debate ideológico profundo sobre cómo organizar la economía y administrar los recursos de los países.

Dos modelos antagónicos, con sus respectivos sistemas morales, profetas y fetiches, se confrontaban con relativo equilibrio: el capitalismo y el socialismo. Hoy, sin embargo, China y Rusia –antiguos referentes del campo socialista– son economías marcadamente capitalistas y crecientemente desiguales. Incluso, la “guerra cultural” entre progresismo y conservadurismo se inscribe plenamente dentro del marco capitalista.

Al desaparecer los grandes debates ideológicos, se produjo un vacío que lo llenó la competencia de egos: lo que marca la diferencia es el liderazgo personal, que hoy en día depende de la performance teatral y la “capacidad escénica” frente a las cámaras. El reemplazo de las ideas por el carisma le jugó una mala pasada a Joe Biden, dejando sin tiempo a Kamala Harris para remontar la corriente.

Y es ahí donde Trump fue insuperable, logrando el apoyo del electorado en las elecciones de noviembre pasado. El líder negociador y moderado, que no interrumpe ni golpea la mesa, es visto como débil y recibe menos cobertura mediática, haciéndolo menos atractivo para los electorados anómicos. Termina dando un paso al costado, quizás como Olaf Scholz en Alemania o Justin Trudeau en Canadá.

El egocéntrico ruidoso se impone y devuelve a las masas el entusiasmo perdido. En un mundo ganado por el aburrido confort del capitalismo, donde los lazos afectivos y las identificaciones grupales se restringen a la familia y los círculos de amigos, el líder que logra una conexión emocional con las masas y les hace creer que forman parte de un movimiento mesiánico tiene la mitad del partido ganado. El espejismo del Trump popular pesa más que las evidentes diferencias de clase entre el millonario neoyorkino y un obrero de Ohio.

El ególatra poderoso no es necesariamente antidemocrático, pero entiende la democracia como el apoyo de las masas, más que como el respeto de las instituciones y la ley. Es particularista, no universalista. Es nacionalista, no internacionalista. En vez de complejizar, simplifica. No explica: repite mantras. En vez de escuchar, habla. Pero es apasionado. Se enoja y es disruptivo, dando la sensación de que protege a su manada. Se lo percibe como franco, auténtico, incluso “del pueblo”, pese a sus millones.

Se parece a los “familistas amorales” que Edward Banfield estudió en el sur de Italia: individuos que solo defienden a su familia –o su comunidad nacional en este caso– aunque en el camino terminen dañándola, como podría ser el caso con los aranceles. Es, ante todo, un mal perdedor, que no conoce límites con tal de evitar la derrota.

Pero cuando el ego excede demasiado a la inteligencia, el líder comienza a sobreestimar su poder y magnetismo y termina perdiendo aliados externos, especialmente aquellos –como muchos países de Europa– encabezados por líderes más inteligentes que egocéntricos.

Su ego provoca puntos ciegos y espejismos de lealtad incondicional, haciéndole tomar decisiones que afectan negativamente a sus aliados más leales (pensemos en las caídas de algunas empresas de Elon Musk).

Al principio estos cambios son imperceptibles porque el líder tiene una reserva de legitimidad considerable, pero esa reserva se agota aunque nadie osa decírselo. Cuando un exaliado valiente se rebela, todo se precipita. Empieza la paranoia y las purgas, y su poder se devalúa, favoreciendo su reemplazo por líderes con más inteligencia que ego multiplicado por poder.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.

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