
Nunca debió ocurrir, se impuso la soberbia, el servilismo y desidia
En la era de las desconfianzas con las instituciones y la autoridad, es imperativo que nos hagamos cargo, pero no de cualquier forma, sino que priorizando el resguardo de nuestra democracia, seamos capaces de recuperar la humildad para reconocer nuestros errores.
Esta semana, el senado de la República, escuchó el último discurso de la senadora socialista Isabel Allende, primera parlamentaria destituida por el Tribunal Constitucional, con una norma de la Carta Magna nunca antes utilizada con este resultado.
Tras el conflictivo caso de la compraventa de la casa del ex presidente Salvador Allende para convertirla en un museo; partidos, gobierno y la prensa se han abocado a buscar culpables, exculpar nombres, amenazar con el fin de los acuerdos e incendiar aún más una pradera que ya hace rato viene ardiendo.
Porque mientras más dias transcurren, más molestia y ruido provocan estas torpes e interesadas actuaciones, de ahí que ante el acabose, surge esa expresión “que se vayan todos”, en este caso, los que ordenaron, decidieron, aconsejaron, asesoraron (o no).
Los que ordenaron se ejecutara el acto de compra sin reparos, ¿es que tan dura fue esa orden, es tal la autoridad y arrogancia que nadie “osa” contradecirla?.
Claramente, de lado y lado callaron la ilegalidad e inconstitucionalidad, preocupándose al parecer más de perfeccionar el error que de advertir, se sometieron, los inundó el servilismo.
Dónde estuvo ese funcionario público probo de verdad, que se levanta de su silla, eleva el tono de voz y rompe ese papel que induce a errores graves y actos indebidos, o es que ¿nunca estuvo?
Cuando hoy vemos que, en la suma de todos estos errores, una autoridad elegida por voto popular debe dejar su cargo, a partir de actuaciones indebidas en Ministerios, La Moneda y el círculo de la propia Senadora, cuesta entender y mucho menos aceptar explicaciones demasiadia elaboradas.
¿Qué movilizó este garrafal error?
Llevamos tiempo sosteniendo la hipótesis, que la desconexión de la autoridad con el quehacer más propio de la ciudadanía exige estándares mayores. A veces, y como suelen decir algunos, quizás esta idea de revitalizar los principios y valores que deberían movernos a quienes aspiramos u ostentamos un cargo público, parecen ser del pasado, haber sido olvidados. Dónde se muestra el coraje, templanza y honestidad, sino justamente en decisiones y procesos como estos.
Hablar de valores en política pareciera sonar obsoleto, me niego a pensar que es así. La soberbia, el servilismo o la desidia, no pueden ser los “nuevos valores” que definen nuestro quehacer, y muchos menos si somos parte de movimientos o de un gobierno que se declara progresista. Tenemos la obligación y, es más, el deber de hacer las cosas bien, o más que bien.
Que se pueden cometer errores, sin duda y se cometen, hasta se puede entender aquello que se da en la inexperiencia de un gobierno joven que busca cambios, más aún cuando las mayorías ya no existen y cuesta tanto avanzar. Pero lo que no es posible, es que una vez en el poder, nos sintamos cómodos y adoptemos las mismas malas prácticas que antes criticamos o quisimos cambiar.
La soberbia, dice la RAE, es la altivez y el apetito desordenado de ser preferido a otros, deseo muy humano de quienes han crecido en la competencia del sistema que hoy nos rige, sin embargo, lo peligroso es que el paso siguiente que es el orgullo y la necesidad de ser recordado y ensalzado desesperadamente, olvida la humildad y modestia que permite mantener la cabeza fría para tomar las decisiones que se espera de nuestro rol, o incluso también, aquellas buenas intenciones que nos llevaron hasta ahí. Nos damos cuenta que la soberbia, servilismo y desidia no tienen edad, ni generación, que siempre se intentan disimular o negar con retórica, explicaciones y miradas al cielo, un perdón ” al techo”.
En la era de las desconfianzas con las instituciones y la autoridad, es imperativo que nos hagamos cargo, pero no de cualquier forma, sino que priorizando el resguardo de nuestra democracia, seamos capaces de recuperar la humildad para reconocer nuestros errores; el coraje de asumir las consecuencias de estos; la honestidad para cultivar un liderazgo sano y que invite a ser parte, a todas y todos, sin prejuicios ni amenazas.
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