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El partido soy yo Opinión AgenciaUno

El partido soy yo

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Fredy Cancino
Por : Fredy Cancino profesor de historia
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El desafío para Chile no es solo renovar rostros, sino renovar la política misma. Exigir a los partidos que sean mucho más que instrumentos electorales. Que vuelvan a ser espacios de formación, discusión, representación, porque sin partidos reales, no hay democracia representativa que se sostenga.


Chile ha visto en los últimos años la aparición (desde la nada) de partidos políticos erigidos no sobre ideas colectivas, doctrinas o programas de gobierno, sino en torno a figuras individuales que mezclan aspiraciones personales con discursos de desprendimiento ideal. Son partidos sin ideología clara, sin estructuras democráticas robustas y, muchas veces, sin más horizonte que el próximo ciclo electoral. Son la expresión máxima del caudillismo disfrazado de institucionalidad. El partido soy yo es su lema estructurante.

Estos partidos/persona representan una seria amenaza para la calidad de nuestra democracia. Desplazan el debate político desde lo colectivo a lo individual, desde el nosotros al yo. Sin deliberación interna, sin formación política, sin propuestas concretas, solo imprecisiones y lugares comunes, presentan solo una marca, un rostro y un relato populista que se acomoda a lo que el líder percibe en la gente. Esto último enmarcado en sus personales pulsiones. O frustraciones.

Este fenómeno no es exclusivo de Chile, pero en nuestro caso adquiere una gravedad especial, dada la fragilidad institucional que arrastramos tras el estallido social y los dos procesos constituyentes fallidos. Especialmente, porque los proyectos personalistas no rinden cuenta a nadie, no forman cuadros dirigentes y no construyen gobernabilidad. Al contrario, contribuyen a la dispersión y a la incerteza.

Estos partidos fomentan el populismo emocional: promesas sin sustento, discursos contra la elite (la casta o las cúpulas), apelando al pueblo como un rebaño homogéneo en lugar de una ciudadanía plural con derechos a la información. En ese trazado, ofrecen soluciones mágicas, construyen enemigos imaginarios y, en última instancia, erosionan la confianza en las instituciones.

En la experiencia política chilena reciente, tres nombres destacan como ejemplos del Partido soy yo: Marco Enríquez-Ominami, Franco Parisi y Alejandro Navarro. Cada uno ha levantado proyectos políticos que, aunque inscritos formalmente como partidos, han girado casi exclusivamente en torno a sus figuras personales.

Enríquez-Ominami fundó el Partido Progresista (PRO) como plataforma para su candidatura presidencial luego de romper con el Partido Socialista. Aunque el PRO ha existido por más de una década, su vida política ha estado atada enteramente al ciclo presidencial y al protagonismo de MEO. Nunca logró consolidarse como un referente ideológico ni territorial y su estructura ha funcionado más como un comité de campaña permanente que como un partido con vida interna activa.

Franco Parisi llevó la lógica del partido/persona aún más lejos. Su Partido de la Gente (PDG) nació desde el mundo digital, sin presencia territorial tradicional ni orgánica, y con una propuesta abiertamente populista. Parisi ha sido candidato presidencial sin pisar suelo chileno durante las campañas, articulando su mensaje desde el extranjero y manteniendo el control del partido mediante redes sociales. El PDG es una marca digital, con un líder único y sujeto a los vaivenes de su vida personal.

Alejandro Navarro, tras años en el Partido Socialista y luego en el MAS, también muestra este patrón. Su movimiento País (y otras variantes sucesivas) ha girado en torno a su figura y a sus pretensiones políticas. Sus orgánicas partidarias no han logrado ir más allá de su liderazgo ni menos generar un recambio visible.

Visto desde otro ángulo, estos partidos personales más parecen aventuras que proyectos políticos serios. La literatura, el cine y antaño las historietas nos deleitaban con sus héroes y aventuras que allí sí tenían razón de ser. Pero en política no.

Sin embargo, no todos los liderazgos personales en política son necesariamente partidos/persona. Hay casos donde, aunque la figura del líder es visible y dominante, lo que los impulsa no es únicamente el ego o la autopromoción, sino una doctrina ideal clara, que trasciende su figura y estructura un relato político coherente.

Cito solo un ejemplo, el de Andrés Velasco, que representó una excepción dentro del escenario chileno. Aunque el partido que fundó, Ciudadanos, no ha subsistido hasta ahora, ha mantenido su clara línea liberal republicana, con fundamentos doctrinarios claros, ideas programáticas y una actitud coherente con esa tradición política. Su propuesta no giró únicamente en torno a sí mismo, sino a una visión de país, de Estado, del rol del gobierno y del ciudadano.

Esta experiencia demuestra que es posible partir de liderazgos fuertes sin precipitar en el vacío del partido/persona. El factor diferenciador está en la existencia de un cuerpo de ideas, de una doctrina, de un proyecto que no dependa exclusivamente del ego del líder. En otras palabras, la política no se agota en ellos mismos.

¿Por qué debería preocuparnos esto? Porque sin partidos programáticos, con bases sociales reales y mecanismos internos democráticos, la política se transforma en un espectáculo. Y cuando la política deja de representar intereses colectivos, abre la puerta al autoritarismo, al clientelismo y a la desafección ciudadana. La democracia pierde densidad y se vuelve una caricatura de sí misma.

El desafío para Chile no es solo renovar rostros, sino renovar la política misma. Exigir a los partidos que sean mucho más que instrumentos electorales. Que vuelvan a ser espacios de formación, discusión, representación, porque sin partidos reales, no hay democracia representativa que se sostenga.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.

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