
La seguridad pública: de los estadios y espacios privados de uso público
Delegar la seguridad en quienes no poseen la preparación ni la legitimidad para ejercer autoridad es, en última instancia, abdicar de uno de los pilares fundamentales de la vida democrática.
Lo que está pasando en el fútbol chileno es el síntoma de una desconexión profunda entre la política de seguridad actual y las necesidades reales de la ciudadanía. Este fenómeno no se limita a los estadios: se replica en centros comerciales, terminales de transporte y otros espacios privados de uso público, donde la seguridad también comienza a depender exclusivamente de actores privados.
Bajo una retórica tecnocrática, se ha adoptado una lógica peligrosa: desplazar hacia el sector privado y los municipios la responsabilidad de garantizar lo que tradicionalmente ha sido considerado un derecho público. Hoy asistimos a una crisis no solo de orden público, sino también de legitimidad y confianza en la capacidad del Estado para garantizar condiciones básicas de convivencia en un entorno de creciente incertidumbre.
Se ha instalado como natural un orden en el cual la seguridad –un bien que debería ser público y universal– se privatiza, fragmentando así el tejido social. Así, la seguridad deja de ser una expresión del vínculo cívico, para convertirse en un servicio accesible solo para quienes disponen de los recursos necesarios para financiarla.
Frente a esta situación, es imprescindible recordar que la responsabilidad esencial de la política es conducir los intereses de la sociedad de manera legítima y efectiva, sin caer ni en populismos penales que reducen la seguridad a meras respuestas punitivas inmediatas, ni en academicismos mesiánicos que desconectan el discurso de la experiencia vivida por la ciudadanía.
Gobernar en seguridad implica interpretar y articular las aspiraciones de protección y dignidad, no dictarlas desde una pretendida superioridad moral o técnica.
El desafío es reconstruir el capital simbólico del Estado en materia de seguridad, entendiendo que su ausencia en espacios significativos para las personas no solo las expone a mayores riesgos, sino que debilita además los lazos de confianza que sostienen la vida democrática. La seguridad no puede ser pensada como un producto de mercado, sino como un componente esencial del contrato social, indisociable del derecho a la igualdad y la ciudadanía plena.
Reafirmar la seguridad como bien público exige una política que se funde en el reconocimiento de los territorios, en la comprensión de los hábitos sociales, y en la construcción de prácticas institucionales que dignifiquen la vida cotidiana.
Exige un Estado presente, capaz de garantizar no solo la ausencia de violencia, sino también las condiciones para el ejercicio efectivo de los derechos fundamentales.
La seguridad pública debe ser, más que nunca, un espacio de reconstrucción del lazo social, de recuperación de la confianza y de afirmación de una democracia que no renuncia a proteger a todos sus ciudadanos. Delegar la seguridad en quienes no poseen la preparación ni la legitimidad para ejercer autoridad es, en última instancia, abdicar de uno de los pilares fundamentales de la vida democrática.
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