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Lo que no se nombra no se investiga y lo que no se investiga no se soluciona Opinión Crédito foto: referencial. Freepik.es

Lo que no se nombra no se investiga y lo que no se investiga no se soluciona

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Vicente Medel
Por : Vicente Medel Latin American Institute of Health (BrainLat), Universidad Adolfo Ibáñez
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Para países como Chile, este tipo de restricciones no representa únicamente una amenaza a la hora de conseguir fondos internacionales. Lo que está en juego es también el acceso a conocimiento, colaboración y liderazgo científico global.


Eliminar referencias al cambio climático, restringir palabras clave en proyectos científicos y condicionar ciertas investigaciones a evaluaciones especiales son señales claras de interferencia política en la ciencia. En distintos contextos globales, comienzan a observarse filtros adicionales que afectan proyectos que incluyen términos como “equidad”, “diversidad”, “mujeres”, “femenino” –pero no “hombre” o “masculino”–.

Este fenómeno, lejos de ser anecdótico, podría extenderse a realidades políticas peligrosamente cercanas, con profundas consecuencias para la libertad académica y el desarrollo del conocimiento.

De manera preocupante, estos conceptos –fundamentales para la investigación en general, pero esenciales en los campos biomédico y social en particular– están siendo puestos bajo sospecha. Someter a revisión investigaciones que aborden temas como equidad de género, diversidad étnica o salud mental no solo limita la autonomía científica, sino que también pone en riesgo la solidez de los avances, debilitando la confianza pública en la evidencia misma.

En un contexto global marcado por la desinformación, restringir qué se puede investigar y qué no es especialmente peligroso. La ciencia, con todos sus límites y debates internos, sigue siendo una de las pocas herramientas colectivas que tenemos para distinguir entre opinión e información, entre creencia y conocimiento riguroso. Cuestionar su independencia es minar uno de los pilares fundamentales de la vida democrática. 

En la superficie, estas medidas podrían presentarse como intentos de “neutralidad”. Se argumenta que, al eliminar términos como “mujer” o “diversidad”, se evita favorecer a ciertos grupos o imponer una supuesta “agenda identitaria”. Bajo esta lógica, borrar las diferencias sería un camino hacia la igualdad, porque todos serían tratados sin distinciones.

Pero esta idea, aunque seductora en su simplicidad, es profundamente equivocada. La neutralidad no existe en un mundo desigual: cuando no se nombran las diferencias, lo que se hace no es igualar, sino invisibilizar. Y lo que se invisibiliza no se investiga, y lo que no se investiga, no se soluciona.

Para países como Chile, este tipo de restricciones no representa únicamente una amenaza a la hora de conseguir fondos internacionales. Lo que está en juego es también el acceso a conocimiento, colaboración y liderazgo científico global. Muchas líneas de investigación, redes colaborativas y marcos de referencia que orientan el trabajo científico local se ven influenciados por estas tendencias.

Por ejemplo, si investigaciones sobre desigualdades en salud, envejecimiento cerebral o progresión del alzhéimer comienzan a ser descalificadas por razones ideológicas, el impacto no será solo académico: limitar ese conocimiento significa reducir nuestra capacidad de comprender fenómenos complejos que afectan directamente la vida y el bienestar de las personas.

Sin esa base, se debilita la posibilidad de diseñar políticas públicas efectivas, de orientar sistemas de salud con justicia y eficiencia, y de anticipar desafíos sanitarios que exigen respuestas informadas. En temas tan sensibles como el acceso a tratamientos, la prevención del deterioro cognitivo o la atención de poblaciones vulnerables, negar la evidencia es, en última instancia, comprometer vidas.

Más allá de la preocupación inmediata por la restricción de ciertos términos, el problema de fondo es la censura. La ciencia puede y debe tener consecuencias políticas; sus hallazgos pueden incomodar, cuestionar o transformar marcos ideológicos. Eso es parte de su valor para la sociedad. Pero cuando se censuran ciertos enfoques, cuando se limita arbitrariamente qué se puede investigar y qué no, se rompe el valor social que hace posible el conocimiento. La ciencia pierde su capacidad de iluminar zonas incómodas de la realidad y, con ello, pierde también su potencia transformadora.

Desde Chile y Latinoamérica, donde la brecha en investigación biomédica sigue siendo un desafío, este tipo de precedentes nos obliga a repensar cómo protegemos la autonomía de la ciencia. El destino del conocimiento no puede estar sujeto a los vaivenes ideológicos del momento, ni depender exclusivamente de voluntades políticas, por más bienintencionadas que sean.

Por eso, es urgente fortalecer mecanismos que garanticen la independencia de la investigación a largo plazo, incluyendo el desarrollo de agencias científicas autónomas como fundaciones y empresas, con legitimidad social y resguardo institucional.

La ciencia necesita estructuras que la cuiden, no que la utilicen; que la protejan, no que la filtren. Defender su libertad es defender su capacidad de incomodar, de revelar lo que no queremos ver y de ofrecer caminos nuevos para problemas antiguos. Preservar esa libertad no es un lujo: es una responsabilidad colectiva.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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