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La seguridad pública: de los estadios y espacios privados de uso público (Segunda parte) Opinión Diego Martin/AgenciaUno

La seguridad pública: de los estadios y espacios privados de uso público (Segunda parte)

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Los delincuentes no son tontos: saben que entre la jurisdicción privada de un estadio y la pública de la calle hay una tierra de nadie donde las respuestas son lentas, descoordinadas y, muchas veces, inexistentes.


El guardia de la tienda me miró con impotencia cuando le pregunté por qué no había intervenido en el robo que acabábamos de presenciar. “No es mi función”, murmuró, ajustándose el chaleco con el logo de una empresa privada. Mientras el ladrón escapaba hacia la calle, entendí el verdadero significado de la Ley 21.659 sobre seguridad privada: en este país, la seguridad dejó de ser un derecho y se transformó en un espectáculo, donde el miedo es real, pero la protección es de utilería.

Esta ley, disfrazada bajo el elegante término de “subsidiaridad” –una palabra técnica que suena a eficiencia–, es en realidad la rendición formal del Estado frente a uno de sus deberes fundamentales. Los estadios, centros comerciales, terminales de buses, estaciones de Metro y plazas, se han convertido en esos extraños espacios donde la vida pública sigue ocurriendo, donde las personas se encuentran, pero donde la seguridad ha sido delegada a quienes la simulan, pero no la ejercen; la uniforman, pero no la encarnan; la prometen, pero no la pueden cumplir.

El problema va más allá de la simple externalización de un servicio. Al marcar territorios y espacios sociales donde formalmente el Estado reconoce que no intervendrá, hemos creado zonas grises donde el delito encuentra su caldo de cultivo ideal. Los delincuentes no son tontos: saben que entre la jurisdicción privada de un estadio y la pública de la calle hay una tierra de nadie donde las respuestas son lentas, descoordinadas y, muchas veces, inexistentes.

Mientras tanto, el negocio de la seguridad privada florece. Las empresas del rubro facturan millones de dólares anuales, pero los guardias que contratan reciben salarios bajísimos y entrenamientos insuficientes. La paradoja es cruel: pagamos más por sentirnos seguros, pero estamos más vulnerables que nunca.

Algunos argumentarán que la seguridad privada es necesaria para complementar el trabajo de las policías. Nadie discute su rol auxiliar. El problema surge cuando deja de ser un complemento para convertirse en reemplazo de facto. Cuando el Estado no regula, no fiscaliza y no articula, lo que tenemos no es un sistema de seguridad integrado, sino un archipiélago de islas privadas donde cada una resuelve el problema como puede, contrata lo que puede y responde solo ante sí misma.

Hay alternativas. Podríamos exigir que estas empresas compartan información en tiempo real con las policías y que lo anterior se traduzca en respuestas y acciones concretas. Podríamos crear mecanismos de coordinación reales, donde los guardias privados no sean meros espectadores vestidos con indumentaria táctica porque, en serio, ¿qué diferencia hay entre una detención por flagrancia hecha por un ciudadano de a pie y la realizada por un guardia de seguridad que ha sido contratado precisamente para eso?

Podríamos, sin complejos ni eufemismos, dotarlos de elementos de protección personal efectivos, proporcionales al riesgo real que enfrentan y a la función que socialmente les asignamos. Podríamos, sobre todo, recordar que la seguridad no es un producto que se vende en el mercado, sino la base misma del contrato social, porque el miedo no puede seguir siendo una mercancía ni la protección un privilegio reservado a unos pocos, cuando debe ser una garantía para todos.

La Ley 21.659 es la certificación notarial de una renuncia. La pregunta que debemos hacernos es simple: ¿realmente queremos vivir en un país donde la seguridad no la garantiza el Estado, sino el tipo de espacio donde queremos estar?

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.

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