
Profesores en déficit: la alerta global que resuena con urgencia en Chile
La escasez de docentes, aquí y en el mundo, no es solo un problema de números. Es un reflejo de cuánto valoramos –o no– a los profesionales de la educación.
El informe global de la UNESCO sobre la escasez docente es más que una alerta; es un espejo implacable que devuelve una imagen incómoda. Los 44 millones de profesores que faltan en el mundo para 2030 son un síntoma de una enfermedad profunda que afecta a los sistemas educativos, y Chile, a pesar de sus esfuerzos y discursos, no es inmune. De hecho, los datos específicos sobre nuestro país, presentes en el reporte global, invitan a una reflexión crítica, a cuestionar si nuestras reformas han sido cosméticas o transformadoras.
Hemos legislado, sí. Tenemos una Ley de Carrera Docente que prometía dignificar y profesionalizar. El informe incluso reconoce que, en papel, nuestros salarios comparados con otras profesiones son mejores. Pero, ¿basta eso para revertir décadas de bajo estatus percibido? ¿Hemos realmente cambiado la aguja del atractivo inicial, cuando estudios pasados (PISA 2006) nos mostraban que menos del 2% de jóvenes aspiraban a ser profesores? ¿O seguimos dependiendo de la vocación casi heroica de unos pocos, en lugar de construir un sistema que atraiga talento de forma estructural?
La crítica más dura que se desprende del análisis de UNESCO para Chile es la fragmentación. Tenemos una ley ambiciosa, pero sus partes –formación inicial, inducción, desarrollo, evaluación– parecen operar como islas inconexas, sin la sinergia de un sistema real. Se legisla sobre el tiempo no lectivo, pero la realidad en las escuelas, según reportan los propios docentes citados indirectamente en el informe, es que ese tiempo se diluye en urgencias y reemplazos. ¿Es una política real o una declaración de intenciones sin el respaldo ni la cultura escolar para hacerla efectiva?
Y luego está la equidad, esa promesa siempre esquiva. Que se expresa en las escuelas vulnerables en un alarmante 57% de quienes enseñan ciencias no poseen la certificación específica. Este dato es la evidencia de una falla sistémica que condena a esos estudiantes a una educación de menor calidad. ¿De qué sirve hablar de desarrollo si perpetuamos la desigualdad desde el origen, asignando (o permitiendo que se asignen) docentes menos preparados justamente donde más se necesitan?
Incluso nuestras herramientas de mejora muestran fisuras preocupantes. La acreditación de pedagogías, necesaria en principio, parece estar ahogando a universidades regionales vitales para la formación local, amenazando con crear nuevos desiertos educativos. Las becas de vocación, tras un impulso inicial, muestran resultados mixtos y hasta efectos potencialmente perversos. ¿Estamos evaluando con honestidad el impacto real de nuestras políticas, o nos conformamos con el titular de la reforma?
A lo anterior sumemos un tema pendiente que se vincula a la selección de los estudiantes que estudian pedagogía, las permanentes postergación de la definición de los puntajes mínimos de ingreso a las carreras de pedagogía sigue siendo una piedra en el zapato del sistema. Si bien argumentos razonables hay para uno y otro lado (subirlos o mantenerlos) es necesario zanjar la discusión y atraer estudiantes con mejores aptitudes académicas que puedan realizar su vocación de ser profesores.
El llamado de UNESCO a un “nuevo contrato social” para la educación resuena aquí con especial urgencia. No se trata solo de mejores condiciones –que son indispensables–, sino de un cambio de paradigma. Implica reconocer al docente como un profesional reflexivo, colaborativo, productor de conocimiento, y no un mero aplicador del currículum prescrito o un sujeto pasivo de evaluaciones estandarizadas que, como sugiere el informe, a menudo priorizan lo individual sobre lo colectivo.
La pregunta fundamental es si Chile está dispuesto a ir más allá de la fachada normativa. ¿Estamos listos para invertir no solo más dinero, sino de forma inteligente, en crear las condiciones para que la colaboración florezca, para que la voz docente pese realmente en las decisiones, para que el desarrollo profesional sea continuo, pertinente y liberador? ¿O seguiremos aplicando parches, celebrando leyes en el papel mientras la realidad en el aula se distancia cada vez más de la promesa de una educación de calidad para todos? Esto claramente también interpela a las facultades de educación a asumir un rol más protagónico y no solo ser instancias en las que se cautela el cumplimiento de estándares de formación.
La escasez de docentes, aquí y en el mundo, no es solo un problema de números. Es un reflejo de cuánto valoramos –o no– a los profesionales de la educación. Ignorar las señales que nos devuelve el espejo de la UNESCO no es una opción. Es hipotecar el futuro, y esa es una responsabilidad que no podemos eludir.
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