
Jóvenes infractores y jóvenes víctimas, ¿cómo lo enfrentamos en el debate público?
La victimización infantil y los delitos cometidos por adolescentes, como sabemos, no son cuestiones independientes y aisladas. Sería saludable poder abordarlas en todas sus dimensiones con evidencia, sin propuestas simplistas, pero tampoco postergarlas por su dificultad.
El sistema de responsabilidad penal adolescente es objeto de cuestionamiento cada cierto tiempo. Basta que la prensa informe de la participación de jóvenes en algún delito grave, para que se hable con frustración de un sistema permisivo y que estaría garantizando la impunidad.
La ley establece penas privativas de libertad que son más cortas en estos casos, y además favorece el cumplimiento de penas en libertad, junto con establecer mecanismos que permiten dinamizar su cumplimiento, pudiendo avanzar hacia sanciones menos intensivas, en la medida que se cumplen objetivos.
Todo lo anterior son mecanismos que se han previsto para orientar el sistema juvenil a la reinserción de los jóvenes, considerando varios aspectos de su etapa de desarrollo.
Es impactante que un menor de edad participe en un delito grave y la pregunta que surge de inmediato parece ser: si es capaz de delinquir como adulto, ¿por qué no se le va a castigar como un adulto? De ahí que, invariablemente, surja la propuesta de establecer la edad de imputabilidad penal por debajo de los 14 años y otras respuestas de corte únicamente punitivo, como elevar las penas.
Ninguno de estos anuncios se acompaña de datos que expliquen cómo el ingreso de niños de 12 años al sistema penal va a reducir su participación en delitos y sistemáticamente ignoran la gran evidencia disponible que indica que el impacto puede ser completamente opuesto al esperado. Los expertos en la materia han salido en incontables ocasiones a entregar información contundente sobre esto.
Pero son medidas fáciles de explicar y que requerirían, en apariencia, solo de una modificación legal. En consecuencia, lo que se sugiere a la ciudadanía es que disminuir la participación de adolescentes en delitos es sencillo y solo requeriría voluntad y decisión de aplicar “mano dura”, omitiendo todas las externalidades negativas e incluso el costo económico que sí tienen pero que nunca se debate.
Naturalmente, el sistema de ejecución de las sanciones juveniles tiene dificultades. Las ha tenido desde su entrada en vigencia y algunas se han ido superando exitosamente mientras que otras persisten. Reinsertar a jóvenes que han sido condenados es una tarea de alta complejidad y especialización que ha sido difícil de implementar y consolidar.
También requiere de una acción coordinada de distintos sectores que difícilmente opera. Pero cuando las soluciones vienen solo por el lado de la edad de imputabilidad penal, evitamos hacernos cargo del fondo del asunto, perpetuando los problemas.
Lo mismo ocurre frente al aumento de penas para jóvenes. Es difícil no empatizar con el trauma y el dolor de quienes han sido víctimas de delitos graves protagonizados por adolescentes, su reclamo por mayores sanciones es comprensible. Pero en la medida que estas mayores sanciones no se establezcan teniendo a la vista evidencia sustantiva de que su aplicación será efectiva y que su ejecución se orientará a la reinserción social, el impacto sobre la reincidencia y el involucramiento temprano en el delito será inexistente.
En estos tiempos, parece majadero y sospechoso insistir en legislar, diseñar e implementar políticas públicas basadas en evidencia. Sin embargo, el tiempo y el dinero invertidos en propuestas intuitivas que no tienen el adecuado sustento, se traduce finalmente en recursos públicos mal utilizados o derechamente perdidos. Además, los delitos se siguen cometiendo.
En forma simultánea al debate público por la edad de imputabilidad penal, hemos conocido casos escalofriantes de abuso infantil: una niña boliviana de ocho años que fue vendida por su abuela para ser trasladada a Chile y ser explotada en un campamento en Rengo. Un niño en Iquique, cuyo cuidado personal había sido entregado a su madrastra y que se encontraba viviendo en condiciones de esclavitud.
Pese a la consternación inicial, hemos visto poca reacción de autoridades, parlamentarios y candidatos: solo alguna preocupación que sugiere revisar el sistema de protección infantil, esclarecer los antecedentes y razonamientos que llevaron al tribunal a resolver en determinado sentido o investigar qué pasó con las denuncias previas de los vecinos. Salvo por algunas voces excepcionales, en pocos días la atención sobre estos casos parece diluirse.
¿Es porque nos importan menos los delitos en que lo niños son víctimas? Por supuesto que no, pero en estos casos la complejidad está a la vista y no hay una solución simple, unidimensional y fácil de explicar a la cual echar mano.
No es que sea un fenómeno desconocido. Hace pocos días, la Defensoría de la Niñez presentó su Diagnóstico sobre la situación de los derechos de la niñez y adolescencia 2025, que entre varias cifras alarmantes dio cuenta del aumento progresivo de niños víctimas de homicidios, muertos por armas de fuego, sometidos a explotación sexual y sufriendo discriminación.
En abril del año pasado, Unicef Chile reportaba los resultados de la segunda Encuesta de Polivictimización donde destacaba que un 56,9% de los niños y niñas entre 5 y 12 años es víctima de agresiones sicológicas en su crianza por parte de sus cuidadores principales. Cifras altas que, explicaba el organismo, se han mantenido durante la última década. Triste registro.
Con todo, el impacto de estas informaciones raramente trasciende la consternación del momento. Se apunta a servicios del Estado con poca capacidad de reacción, falta de especialización, intervención oportuna, apoyo a la familia y coordinación. Es decir, de alguna manera se pone de manifiesto la complejidad y ya no se puede ser tan convincente en las pocas líneas que permiten las redes sociales o las cuñas de prensa.
La victimización infantil y los delitos cometidos por adolescentes, como sabemos, no son cuestiones independientes y aisladas. Sería saludable poder abordarlas en todas sus dimensiones con evidencia, sin propuestas simplistas, pero tampoco postergarlas por su dificultad. Eso sería un interesante paso para, por fin, dar contenido a la idea de que los niños, niñas y adolescentes deben ser prioritarios en nuestra sociedad.
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