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Prohibir palabras, negar mundos Opinión

Prohibir palabras, negar mundos

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Tatiana Camps
Por : Tatiana Camps Ingeniera civil, magíster en Biología-Cultural, consultora en liderazgo y autora de Liderar desde lo Femenino. Directora de Emerge Chile y fundadora de Alago, consultora especializada en transformación organizacional.
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Cuando desaparece la palabra, desaparece también una forma de ser.


“Gracias a la vida”, la canción-poema de nuestra querida Violeta Parra, es casi un himno para los chilenos, quizás también para toda América Latina.

“Gracias a la vida que me ha dado tanto.
Me ha dado el sonido y el abecedario
con él las palabras que pienso y declaro
madre, amigo, hermano, y luz alumbrando
la ruta del alma del que estoy amando”.

Las palabras que pensamos, que declaramos, van alumbrando la ruta del alma.

En la cosmovisión mapuche, al nombrar a los ngen –espíritus guardianes de los elementos de la naturaleza– reconocemos su presencia y establecemos una relación de respeto y reciprocidad. El acto de nombrar no es inocente ni neutro: es una forma de relación y también de responsabilidad.

El poder creador de la palabra aparece en los textos sagrados. En el Popol Vuh, los dioses mayas crean el mundo hablándolo. En el Evangelio según San Juan leemos: “En el principio era el Verbo, y el Verbo era con Dios, y el Verbo era Dios”.

La palabra no solo crea el mundo: es presencia divina.

Entonces, ¿qué significa que nos quiten las palabras, que las borren, que las cambien, que las distorsionen?

Heidegger, Maturana, Varela y otros pensadores han entendido el lenguaje como el espacio donde los seres humanos existimos y nos comprendemos a nosotros mismos. En palabras de Francisco Varela:
“Hablar es una forma de hacer. Al hablar, actuamos, afectamos, transformamos. El lenguaje no refleja la realidad: la enreda, la transforma, la crea”.

Prohibir palabras –o incluso lenguas– ha sido históricamente una estrategia de dominación. A los pueblos conquistados se les prohibió usar su idioma, se les borraron sus nombres. Hasta bien entrado el siglo XX, el mapuzugun estuvo prohibido en las escuelas chilenas. Hablarlo era castigado.

Diversas dictaduras y regímenes totalitarios han censurado palabras. En la Unión Soviética de Stalin se eliminaron términos como Dios, alma, pecado –relacionados con la religión– y crítica, debate, opinión divergente –relacionados con el pensamiento libre–. Silenciar estas palabras era borrar esas dimensiones del ser humano.

En el segundo mandato de Donald Trump, se han eliminado del lenguaje oficial palabras como mujer, femenino, homosexual, LGBT, negro, comunidad indígena, latino, inmigrante, víctima, crisis climática o sistémico. Al hacerlo, se busca suprimir esas formas de vida y de existencia colectiva. Se impone una visión que borra lo diverso, lo vulnerable, lo interdependiente.

Lo que no se nombra no existe. Por eso, a veces, es necesario inventar palabras. Maturana y Varela crearon autopoiesis para hablar de lo vivo. La filósofa Adela Cortina acuñó aporofobia para nombrar la fobia a los pobres y visibilizar una exclusión sin nombre.

Nombrar es cuidar.
Nombrar es amar.
Nombrar es existir.

La filósofa Hannah Arendt sostuvo que el lenguaje es esencial para la acción política. Es mediante la palabra que aparecemos ante otros, que nos hacemos visibles, que tejemos un mundo común. Sin palabras, no hay comunidad. Sin palabras, no hay humanidad.

Lo que no se nombra no existe.

Por eso, cuando un Gobierno decide eliminar palabras como mujer, femenino, género, víctima o cuidado, no está simplemente ordenando el lenguaje: está restringiendo la mirada sobre el mundo y las formas de habitarlo.

En su segundo mandato, Trump ha eliminado del lenguaje oficial todo aquello que visibiliza lo que escapa a un modelo único: lo que no es hombre, blanco, dominante. En particular, se ha intentado borrar del discurso público a las mujeres, que somos la mitad de la humanidad, y con nosotras, los mundos que habitamos y sostenemos: lo relacional, lo sensible, lo diverso, lo femenino.

No se trata de reclamar un lugar frente al otro, sino de recordar que el mundo necesita todas sus voces para estar completo.

Cuando se silencian palabras, no solo se excluyen cuerpos y vivencias: se empuja hacia la sombra todo aquello que ofrece otra posibilidad de vínculo, de comprensión, de sentido.

Por eso seguimos nombrando. Porque, al nombrarnos, nos hacemos presentes. Y al hacernos presentes, alumbramos –como dijo Violeta– la ruta del alma.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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