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Trump y las universidades Opinión Archivo

Trump y las universidades

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Robert Funk
Por : Robert Funk PhD en ciencia política. Académico de la Facultad de Gobierno de la Universidad de Chile
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Las políticas de Trump están haciendo exactamente lo que dicen estar combatiendo: están sofocando el debate, amenazando con violencia, confiando en afirmaciones inventadas o teorías de conspiración.


La educación superior en Estados Unidos enfrenta hoy una crisis. Como parte de su ataque contra cualquier institución que pueda desafiar su dominación político y cultural, desde los medios de comunicación hasta el sistema legal, la administración Trump ahora está persiguiendo a las universidades de élite del país.

Ya hemos visto algo semejante en lugares como Hungría. Lo que es diferente en el caso estadounidense es que el Gobierno está utilizando la lucha en contra del antisemitismo como excusa para retirar fondos o imponer condiciones a estas instituciones. Esto, en reacción a las violentas protestas en contra de Israel y pro-Hamas vistas el año pasado en lugares como la Universidad de Columbia, y la impactante incapacidad (o falta de voluntad) de los funcionarios universitarios para proteger a sus comunidades académicas, especialmente a los estudiantes y al personal judío.

En reacción a lo anterior, el Gobierno de Trump está apuntando especialmente a Harvard y Columbia, pero más de 100 universidades están siendo investigadas. Miles de millones de dólares, que estarían dirigidos a la investigación en áreas como salud y defensa, están en riesgo.

En el caso de Harvard, el Gobierno ha congelado más de 2.000 millones de dólares en subvenciones federales, mientras exige que la universidad desmantele los programas de Diversidad, Equidad e Inclusión (DEI), coopere con los intentos de las agencias de inmigración de monitorear o expulsar a algunos estudiantes, y limite las admisiones de estudiantes internacionales que el Gobierno considera como “hostiles a los valores estadounidenses”. Harvard ha dicho que no cumplirá.

En el caso de Columbia, el Gobierno recortó 400 millones de dólares, mientras exigía una mayor supervisión sobre ciertos departamentos académicos, la revisión de las políticas de admisión y la expulsión de los estudiantes involucrados en la ocupación propalestina de los edificios universitarios.

Como era de esperar, estas acciones han dado lugar a extensas críticas. Son vistas como una violación de la libertad académica, como una extralimitación del Poder Ejecutivo en particular de la décima enmienda, que considera que la educación es un asunto estatal y local y como un intento de utilizar la lucha contra el antisemitismo como una excusa para silenciar a los críticos del Gobierno o del presidente.

El riesgo es que se produzca una autocensura por parte de académicos y funcionarios universitarios, y que los potenciales estudiantes internacionales opten, a priori, por estudiar en otro lugar (el Gobierno también está pidiendo que las universidades entreguen listas del más de 1 millón de estudiantes internacionales que actualmente estudian en EE.UU.).

Estas últimas acciones por parte del Gobierno de Trump resultarán no solamente en una fuerte pérdida financiera para muchas universidades estadounidenses, sino también en el mediano plazo se reducirá la capacidad de Estados Unidos de atraer a las más brillantes mentes del mundo. Del mismo modo, los miles de millones que se están recortando en la investigación, tanto en universidades como en entidades como el Instituto Nacional de Salud (que a su vez transfiere fondos de investigación a muchas universidades), representan una grave amenaza para la posición de Estados Unidos como líder mundial en investigación e innovación.

Todo esto, al menos por el momento, se está haciendo en nombre de la lucha contra el antisemitismo. Sin embargo, cada vez surgen más voces entre la comunidad judía de Estados Unidos que rechazan el uso del antisemitismo como paraguas para las políticas de educación superior que Donald Trump quería implementar mucho antes de que estallara la guerra actual.

El Proyecto 2025 de la Fundación Heritage, considerado como el verdadero programa de Gobierno de Trump, propone cambios significativos para la educación superior en los Estados Unidos, desde la privatización de los préstamos estudiantiles y la eliminación de las iniciativas de Diversidad, Equidad e Inclusión, hasta la imposición de condiciones sobre cómo se utilizan y gravan los endowments universitarios y el cierre del Departamento de Educación.

Hace tiempo que los estadounidenses han sentido que sus universidades están desvinculadas de la sociedad en general. En un sinfín de áreas las matrículas exorbitantes, los salarios administrativos, el maltrato a jóvenes académicos, los millones gastados en equipos deportivos y, por supuesto, los programas de artes liberales o humanidades cada vez más irrelevantes–, las universidades de los Estados Unidos parecen haber abandonado el compromiso con el bien público que, después de todo, fue la justificación de las vastas cantidades de financiamiento público que comenzaron a recibir en los años de posguerra. Trump –o más bien su base electoral– hacen eco de una queja respecto a la educación superior.

Es por esto que la utilización del tema del antisemitismo no suena a verdad. Los objetivos se establecieron hace mucho tiempo. Tal politización del antisemitismo solo puede terminar dañando aún más a los judíos. Como escribió recientemente el presidente de la Universidad de Wesleyan en el New York Times:

“Secuestros por agentes del Gobierno, detenciones injustificadas e indefinidas, la selección de ideas presuntamente peligrosas, listas de las personas bajo escrutinio del Gobierno, proclamas oficiales llenas de fanfarronería y bilis: los judíos han estado aquí antes, muchas veces, y no termina bien para nosotros. El Estado de derecho y el derecho a la libertad de pensamiento y expresión son salvaguardias esenciales para todos, pero especialmente para los miembros de grupos cuyas ideas o prácticas no siempre se alinean con la corriente principal”.

Estudiantes, académicos, administradores universitarios, investigadores internacionales que desean trabajar en los Estados Unidos, todos se enfrentan a una elección difícil: cumplir con las demandas del Gobierno o enfrentar el acoso, el despido, la cárcel o incluso un vuelo a El Salvador. La amenaza a la libertad académica y a la excelencia en la investigación es real.

Pero la crisis en los campus americanos también lo es. Joseph Heller tuvo razón cuando escribió que “solo porque soy paranoico no significa que no quieran atraparme”. Solo porque Trump quiera usar el antisemitismo como excusa no significa que no haya un problema serio en las universidades, como demostraron las protestas en 2023.

Y luego llegó el 7 de octubre. El hecho de que en la Universidad de Columbia, donde los judíos, que representan alrededor del 25% de los estudiantes universitarios, se sintieran inseguros un sentimiento que es compartido por un tercio de los estudiantes judíos en los campus de todo el país–, indica que las universidades claramente no cumplieron con su responsabilidad de proteger a todas sus comunidades.

Esta sensación de vulnerabilidad no hizo más que fortalecerse cuando los presidentes de Columbia, Harvard y el MIT testificaron ante el Congreso, aparentemente tratando de contextualizar los ataques antisemitas en sus campus, escondiéndose detrás de un lenguaje de tolerancia e inclusión.

Sin embargo, está claro que en casos como el de Columbia, con demasiada frecuencia, la tolerancia va más allá del debate académico racional y se convierte en tolerancia hacia los intolerantes. Tomemos el ejemplo de Joseph Massad, profesor de Política Árabe Moderna e Historia Intelectual, que ha calificado la masacre del 7 de octubre como “impresionante”, “increíble” y una “tremenda victoria” para Palestina. O el líder estudiantil Khymani James, que fue suspendido pero luego readmitido, después de que publicara videos en los que les decía a sus espectadores: “Alégrense, estén agradecidos, de que no voy a salir a asesinar sionistas”.

Entonces, ¿tiene razón Donald Trump? ¿Está justificado que el Gobierno estadounidense utilice su poder de financiamiento para hacer exigencias políticas en nombre de la tolerancia?

Parece extraño, por decir lo menos, que tantos estudiantes internacionales soliciten estudiar en los Estados Unidos solo para llegar y participar en protestas violentas y críticas al país al que estaban tan ansiosos por viajar. Mahmoud Khalil, un sirio que llegó a Estados Unidos para estudiar en 2022, se convirtió en líder de la Universidad de Columbia de Apartheid Divest, que llama por la “erradicación total de la civilización occidental”.

La detención de Khalil por parte de funcionarios de inmigración se ha convertido en una causa célebre para los activistas de la libertad de expresión, pero el Gobierno de Estados Unidos tiene la responsabilidad de tomarle la palabra a Khalil, quien además omitió elementos relevantes de sus anteriores actividades de su solicitud de visa. Eso es un delito.

En 1945, observando un mundo que luchaba por recuperarse de una guerra mundial y un genocidio, Karl Popper observó que “si extendemos la tolerancia ilimitada incluso a aquellos que son intolerantes, si no estamos preparados para defender una sociedad tolerante contra el ataque de los intolerantes, entonces los tolerantes serán destruidos, y la tolerancia con ellos”.

Para Popper hay tres respuestas básicas a lo que llamaba la paradoja de la tolerancia. Las opiniones deben ser toleradas cuando pueden ser exploradas en un debate racional. Las opiniones irracionales –racismo, antisemitismo, teorías conspirativas, etc.– no se pueden tolerar porque no se pueden debatir. No se puede refutar que el alunizaje en la Luna fue falso si los que sostienen esas opiniones inventan sus pruebas. Es por eso que debatir con Donald Trump (“¡Se están comiendo gatos!”) nunca fue una buena idea.

En segundo lugar, Popper dice que la violencia o la amenaza de violencia no pueden ser toleradas. Una vez más, esto inhibe el debate racional.

En tercer lugar, no tiene sentido tolerar a quienes utilizarían sus posiciones de poder para limitar la tolerancia. La tolerancia no puede ser una excusa para socavar una sociedad abierta.

Está claro, sobre la base de estas tres condiciones, que había una amplia justificación para no tolerar el lenguaje o las acciones de muchos de los que protestaron contra las universidades estadounidenses después del 7 de octubre. Pero también es evidente que las acciones de la administración Trump a menudo cruzan las mismas líneas. La respuesta a la intolerancia de la extrema izquierda es más tolerancia, no la intolerancia de la extrema derecha.

Las políticas de Trump están haciendo exactamente lo que dicen estar combatiendo: están sofocando el debate, amenazando con violencia, confiando en afirmaciones inventadas o teorías de conspiración –la política comercial de Trump se basa en supuestos inventados respecto a los efectos de los aranceles y de los déficits comerciales–. Trump no solo tolera a algunos intolerantes (los que están de acuerdo con él), sino que los coloca en posiciones de poder.

Para Estados Unidos, esta mezcla de antiintelectualismo y poder no es nueva. Hace décadas, si no siglos, que la opinión pública norteamericana ha albergado dudas y críticas de la clase educada. En 1963, Richard Hofstadter escribió Anti-Intellectualism in American Life (Antiintelectualismo en la vida americana), que rastreaba los orígenes de tales actitudes hasta la época de los puritanos, que veían el conocimiento mundano con sospecha y desdén.

Más tarde, el pragmatismo capitalista consideraba las actividades académicas como una pérdida de tiempo: se pensaba que era mucho mejor concentrarse en el negocio de los negocios, parafraseando al presidente Calvin Coolidge. Al mismo tiempo, los políticos populistas fomentaron y explotaron las pasiones de los ciudadanos menos educados. Rara vez, sin embargo, dichas actitudes han alcanzado tales alturas de poder como en la administración actual, donde los miembros del gabinete se enorgullecen de su falta de preparación para sus cargos, donde las teorías de conspiración informan las políticas públicas y cuyo comandante en Jefe parece estar tan poco preocupado por los efectos colaterales.

Un último dato: hacia el final de su vida, Hofstadter, que había sido comunista, se enfureció y amargó por los métodos utilizados durante las protestas estudiantiles de 1968 en la Universidad de Columbia. “Imaginar”, dijo el profesor Hofstadter en un discurso de graduación en Columbia ese año, “que la mejor manera de cambiar un orden social es comenzar por atacar sus centros más accesibles de pensamiento, estudio y crítica no es solo mostrar un completo desprecio por el carácter intrínseco de la universidad, sino también desarrollar una estrategia curiosamente autodestructiva para el cambio social”.

Hoy en día esta advertencia se puede aplicar por igual a los estudiantes radicales, y a sus críticos en posiciones de poder.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.

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