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Drenaje en sangre y transfusión del papa: ¿frivolidad o vida eterna? Opinión

Drenaje en sangre y transfusión del papa: ¿frivolidad o vida eterna?

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Kurt Scheel
Por : Kurt Scheel Derecho UDP
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El apego por el cuerpo nuestro y de los demás, el miedo al juicio final propio, divino o por otros, y el miedo a la enfermedad y el envejecimiento son grandes muros que separan al cuerpo vital del que ya no lo es tanto, o de aquellos cuerpos que, de plano, nunca lo fueron. 


El Vaticano ya se ha preparado para recibir a los cientos de miles de fieles que se congregarán alrededor del féretro del sumo pontífice para rendirle honores a propósito de su muerte. Dentro de dichos preparativos, existe una meticulosa combinación de métodos de conservación de su cuerpo para evitar la degradación orgánica y biológica.

El método central consiste en extraer la sangre del cuerpo –transfusión inversa– a través de las arterias principales, reemplazando su sangre con una solución de formaldehído, alcohol, anticoagulantes, colorantes y agua, a fin de fijar las proteínas celulares, eliminar las bacterias y ralentizar el proceso de degradación orgánica.

Este proceso no solamente no respeta el ciclo natural del cuerpo humano, sino que representa la frívola persistencia humana por la vitalidad, la buena salud y el miedo a las consecuencias espirituales y naturales de la muerte. Dicha intervención es –a lo menos– sorprendente, considerando que la sangre, aquella que purifica y libera el alma para quienes profesan los versículos de la Biblia, se extrae del cuerpo de nada menos que el papa Francisco para ser reemplazada por sustancias catalizadas en un laboratorio.

Esta soberbia profanación del cuerpo –como un ente separado de su habitante– tiene una explicación bastante desagradable para quienes buscan el buen vivir. El cuerpo descompuesto nos recuerda la fragilidad humana. Incluso, pareciera que mientras más representativa sea la jerarquía de la persona que lo habitaba, mayor la fragilidad del resto de los mortales.

Como decía el historiador ateniense Tucídides, “hombres ilustres tienen por tumba la tierra entera”. Y es que la conclusión es siempre la misma: todos nuestros cuerpos, sagrados o profanos, ilustres o no tanto, ateos o teístas, tarde o temprano, morirán.

Pese a ello, todavía siendo una consecuencia natural, no tememos a lo orgánico del cuerpo por su capacidad de perecer en sí mismo, sino por las implicancias que conlleva la proximidad a la muerte o, peor aún, la muerte en sí misma. El tiempo siempre corre contrarreloj cuando se trata de la vida. Al final, siempre hay un juicio. Si no lo hace dios, y si acaso existe la reencarnación, lo haremos nosotros mismos. Podrían hacerlo quienes nos conocieron.

Tal vez, nuestros amigos o familiares dirán algunas palabras sobre nosotros en nuestro funeral. Pero ¿qué queda para quienes no tienen la capacidad orgánica de vivir bien y saludablemente a los ojos del resto?, ¿acaso no tiene derecho a elegir cómo vivir el que nace condicionado física o psicológicamente a ser –aparentemente– diferente?

Parece ser cada vez menos lejano el día en que forcemos a nuestros cuerpos a la modificación genética, la intervención química y estética en profundidades impensadas o, incluso, a la implantación de partes o miembros a nuestros cuerpos en pos de la vitalidad, esa incesante marcha que nunca se oxida, incluso cuando nuestro cuerpo expele las manifestaciones más desagradables a nuestros sentidos para decirnos a gritos que ya no puede vivir más. 

Mientras tanto, al ocultarlas, no solamente escondemos también que nuestro cuerpo sí enferma, perece, y despide penetrantes olores de putrefacción, sino también nos hace, a la par, rechazar a quienes no son orgánicamente vitales por causalidades, divinas o no, de habitar un cuerpo percibido como socialmente insano.

El apego por el cuerpo nuestro y de los demás, el miedo al juicio final propio, divino o por otros, y el miedo a la enfermedad y el envejecimiento son grandes muros que separan al cuerpo vital del que ya no lo es tanto, o de aquellos cuerpos que, de plano, nunca lo fueron. 

El cuerpo, en este sentido, parece ser el mayor maestro para comprender la vida orgánica –de nuestra entidad física– como un proceso finito. No para apurarnos en la carrera, sino para recordarnos que no se respeta realmente el derecho a vivir del otro mientras no le permitamos elegir cómo vivir o dejar de hacerlo y le entreguemos igualdad de condiciones a la luz de su aparente diferencia.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.

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