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¿Del king dólar al príncipe euro? Opinión

¿Del king dólar al príncipe euro?

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Enterrar al dólar sería precipitado. Ningún otro mercado ofrece la profundidad, la transparencia y el poder de fuego contracíclico de la Fed, pero cada sobresalto producido en Washington socava la presunción de estabilidad que sostiene la demanda mundial de dólares.


El sacudón que vivieron los mercados el 9 de abril –cuando el rendimiento de los bonos del Tesoro a diez años saltó del 3,9% al 4,5%, las acciones se hundieron y la Fed coqueteó con intervenir– disipó la ilusión de que el dólar es intocable. Durante horas, la liquidez del activo más seguro del planeta se evaporó. Solo el aplazamiento de aranceles por parte de Donald Trump frenó la espiral. El episodio reveló algo nuevo: el refugio tradicional ya no funciona si el riesgo político se percibe en Washington mismo. ​

La fragilidad nace de tres frentes. Primero, de un déficit federal que bordea el 7% del PIB y de un Congreso dispuesto a agregar otros 5,8 billones de dólares en la década, justo cuando la deuda ronda el 100% del PIB.

Segundo, de una guerra comercial que reconfigura cadenas de valor, encarece importaciones e incrementa la inflación, forzando a la Reserva Federal a una difícil danza entre sostener la economía y preservar su credibilidad.

Tercero, de la presión política sobre la Fed y la retórica de algunos asesores de la Casa Blanca que cuestionan el “exorbitante privilegio” del dólar y hasta fantasean con gravar los bonos del Tesoro en manos extranjeras. Todo ello añade una prima de riesgo a los activos estadounidenses que no existía en décadas recientes.

Esa prima ha provocado un fenómeno inédito: en los episodios de pánico de 2008 y 2020 el libro de jugadas era claro –vender acciones, comprar bonos del Tesoro, apreciar el dólar–, pero ahora los inversores vendieron ambos y la divisa retrocedió. Si el activo refugio ya no protege capital ni tipo de cambio, el incentivo a diversificar reservas se vuelve poderoso. ​

Los bancos centrales llevan años haciéndolo en silencio. En 2001, el 73% de las reservas oficiales estaban en dólares; hoy apenas es el 58%. Oro, francos suizos, coronas nórdicas y dólares canadienses ocupan el espacio, aunque ninguno tiene la escala para reemplazar al billete verde. El mensaje político es inequívoco: evadir la jurisdicción de las sanciones estadounidenses y la volatilidad de la Casa Blanca cuenta tanto como la rentabilidad.

Y por ahí es donde asoma el euro. La crisis de deuda de la década pasada obligó a Europa a crear lo que le faltaba: el BCE actúa de prestamista de última instancia; la supervisión bancaria es supranacional; la pandemia alumbró un fondo de recuperación financiado con deuda común, generando el embrión de un activo seguro paneuropeo. El rearme continental añadirá más bonos, ensanchando una curva de rendimientos hoy escasa.

No obstante, el proyecto europeo sigue incompleto: carece de un Tesoro federal, de un verdadero mercado de capitales integrado y de disciplina fiscal homogénea. Mientras el riesgo soberano periférico persista latente, los inversores exigirán un premio que limita el ascenso del euro a moneda de reserva dominante. ​

China ambiciona otro camino, pero los controles de capital, la dependencia del crédito estatal y las intervenciones regulatorias desalientan el ahorro global. El yuan representa apenas un 2% de las reservas mundiales y su cuota cae desde 2021. Al apostar por un sistema de pagos propio y líneas swap para sortear al SWIFT occidental, Beijing busca blindarse más que internacionalizarse. Así, su divisa podrá ganar terreno regional –sobre todo en Asia–, pero difícilmente sustituirá al dólar en contratos de materias primas o en los balances de aseguradoras europeas y latinoamericanas.

En un mundo donde las divisas ya no solo reflejan fundamentos macroeconómicos, sino también credibilidad democrática, la pregunta de fondo no es qué moneda queremos, sino qué tipo de gobernanza estamos dispuestos a respaldar con nuestro ahorro.

Un mundo sin moneda hegemónica traería costos. Los países emergentes, que históricamente celebran los dólares baratos porque alivian su deuda externa, hoy sufren el golpe comercial: la misma debilidad del dólar es síntoma de una demanda estadounidense que se enfría y de barreras arancelarias que reducen mercados.

Sus monedas no se aprecian lo suficiente para abaratar importaciones ni su deuda en dólares, y el capital foráneo exige mayores rendimientos ante la incertidumbre. La desdolarización, de producirse, los dejaría gestionando obligaciones en dólares con ingresos en euros o yuanes, exponiéndolos a riesgos de descalce y a mercados más fragmentados. ​

De modo que la supremacía verde puede erosionarse sin que nazca un heredero claro. El escenario más verosímil es un sistema tripolar: un dólar aún dominante, pero con menor cuota, un euro reforzado por reformas institucionales y un yuan circunscrito a su esfera de influencia. En ese esquema, la liquidez global se repartiría entre bloques, los diferenciales de tipos serían más volátiles y la coordinación de rescates financieros –hoy descansada en la Fed– se volvería más compleja.

Con todo, enterrar al dólar sería precipitado. Ningún otro mercado ofrece la profundidad, la transparencia y el poder de fuego contracíclico de la Fed, pero cada sobresalto producido en Washington socava la presunción de estabilidad que sostiene la demanda mundial de dólares. La batalla ya no es solo económica; es, sobre todo, política.

Si EE.UU. preserva la independencia de su banco central, disciplina sus cuentas y refrena el uso geopolítico de su divisa, mantendrá el centro del tablero. Si no, veremos cómo la hegemonía monetaria, como antes la libra esterlina, se desliza lentamente hacia un equilibrio plural.

Tal vez no será el “apocalipsis verde” que temen los mercados, ni la utopía de algunos euro-entusiastas. Será simplemente, la vuelta de la política –y de la economía política– al centro del sistema monetario. En cualquier caso, la transición será más un deslizamiento que un colapso, pero pareciera ser que ya está en marcha.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.

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