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El “enemigo interno” de Estados Unidos Opinión JD Vance (EFE)

El “enemigo interno” de Estados Unidos

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Jorge G. Guzmán
Por : Jorge G. Guzmán Profesor-investigador, U. Autónoma.
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Menos dependientes del efecto que la inestabilidad del valor del dólar y el estado de ánimo del “enemigo interno” de Estados Unidos trasuntan al sistema internacional, es probable que economías medianas como la nuestra tengan nuevas y mejores oportunidades.


A mediados de febrero, mientras explicaba la nueva política de su país para Europa, el vicepresidente estadounidense J. D. Vance afirmó que la principal amenaza para los europeos es su propia renuncia a los valores fundamentales de Occidente. Con ello, no solo apuntó a la “limitación de las libertades individuales” vía la “sobrerregulación de la legislación comunitaria”, sino que también a la intolerancia de la “política tradicional” con aquellos que se oponen a la denominada agenda woke.

Vance concluyó que la principal amenaza para Europa no es Rusia, sino cierto “enemigo interno”.

El vicepresidente agregó que, por décadas, el liberalismo europeo violentó el principio de igualdad ante la ley, validando “cordones sanitarios” para deslegitimar administrativamente movimientos nacionalistas, o persiguiendo agrupaciones antiaborto.

A ese “enemigo interno” debería atribuirse también la renuncia comunitaria a su propia defensa militar, y explica la supuesta “creciente irrelevancia de Europa”.

Hoy, mientras Europa rearticula su defensa colectiva, también intenta adaptarse a los imponderables de la guerra comercial iniciada por la administración Trump (sobretasas de 20% para la UE).

“Occidente”, al menos como se entendió a partir de 1945, no es el mismo que aquel de finales del Gobierno de Joe Biden.

¿Cómo andamos por casa?

En el ámbito doméstico, la administración Trump está abocada a impulsar transformaciones estructurales que incluyen el desmantelamiento de servicios públicos y la reducción del número de empleados fiscales (federales). La intención es eliminar todo vestigio de intervención estatal en la vida privada. En un contexto mayor, se trata de medidas destinadas a dar confianza a sectores entre los que pervive una endémica desconfianza respecto del “Gobierno”.

En el mismo plano ocurre el conflicto con Harvard y otras universidades, un ataque directo a las “fuentes de la lógica de la agenda liberal”, culpable, en la convicción de la administración Trump, de “la decadencia de Estados Unidos”.

Según ese criterio, capturado por centros de pensamiento liberal, hasta 2024 el gobierno central focalizó el debate en temas de escasa importancia para el grueso de los ciudadanos y –tan importante como ello– justificó una agenda internacional hostil a los intereses estadounidenses.

En los hechos, asistimos a una pugna “existencial” entre, al menos, dos visiones antagónicas de los derechos políticos y sociales de los estadounidenses, ergo, a un conflicto ideológico (y espiritual) respecto “del “tipo de país” en que estos “quieren vivir”. Una “falla tectónica” que separa a “dos conceptos progresivamente irreconciliables de Estados Unidos”.

El enemigo interno

Empleando el criterio del señor Vance para identificar la principal debilidad de Europa, las mencionadas diferencias –entre muchas otras– configuran el “enemigo interno de Estados Unidos”: su creciente división político-social.

Esta división está quedando registrada en un nuevo corpus de “ordenes ejecutivas’ y en un corpus equivalente de recursos judiciales que, dependiendo de la ciudad o del Estado en el que se radican, tiene más o menos posibilidades de progresar. Para incrementar la división y la crispación, desde los tribunales, la prensa, las redes sociales y sus influencers, se encargan de trasvasar la crispación a hogares y sitios de trabajo. No hay señales de ningún tipo de acuerdo.

Ni siquiera los fantasmas de los enemigos externos (China, el yihadismo) convocan a compromisos.

El sustrato de este renovado enfrentamiento no es otro que subyacentes divisiones históricas y estructurales. A saber, diferencias económicas (ricos y superricos, versus una clase media esencialmente endeudada y enormes bolsas de pobreza rural y urbana), étnicas (blancos anglosajones versus “el resto”), educacionales (universitarios versus “el resto”), religiosas (i.e., “cordón bíblico” versus los “Estados liberales” de Nueva Inglaterra), geográficas (grandes ciudades versus mundo rural), sensibilidades culturales (i.e., el modo de vida del Oeste versus el hinterland del río Mississippi, etc.). En resumen, un cuadro de enorme complejidad.

A lo anterior hay que agregar la división irreconciliable que suponen temas específicos, tales como “el derecho al aborto desregulado”, la normativa para la transición energética, la inmigración o, más simple aún, el debate ad eternum sobre el derecho constitucional a las armas. Respecto de lo último, y no obstante el transversal rechazo a la violencia, en un país históricamente fascinado con las armas de fuego, los regulares tiroteos con múltiples víctimas constituyen otra “especialidad de la casa” que, en los hechos, está total y absolutamente normalizada.

Las industrias del cine y la televisión norteamericanas tienen en la violencia uno de sus temas más recurrentes y rentables. La paleta de tipos de violencia disponibles en las pantallas es enorme, incluidos escenarios distópicos, como una guerra civil.

Se trata, por cierto, de propuestas dirigidas a entretener al espectador, antes que a promocionar un conflicto interno. Esto, porque, a pesar del boom de la industria de bienes y servicios para los “preppers” (aquellos que se preparan para “el fin del mundo”), la posibilidad de un conflicto interno a gran escala es, todavía, menor.

La referida división entre conceptos antagónicos de la vida está –con la anotada fascinación por las armas y las sucesivas epidemias de adicción a las drogas (hoy el fentanilo)–, en el ADN estadounidense. Junto con otros fenómenos como el antiguo y nuevo crimen organizado, son componente de un enemigo interno complejo y normalizado.

Oportunidad para actores periféricos

Mucho más que antes de 2024, medidas domésticas que el Gobierno estadounidense se propone introducir, se han convertido en problemas globales.

La guerra tarifaria dirigida (se supone) a morigerar la deuda pública de Estados Unidos, la intervención a rajatabla en Gaza y Ucrania (para disminuir el costo del despliegue militar) y la sindicación de China como “principal adversario” (para equilibrar la balanza comercial) son, entre muchos otros asuntos, reflejos de la primacía que, coyunturalmente, alcanzó una de las visiones alternativas que desde la década de 1960 se disputan “el alma” de EE.UU.

Desde una óptica distinta, para el resto del mundo (Chile incluido) la redefinición de los objetivos estratégicos y de las reglas del comercio exterior estadounidense representan una enorme oportunidad para establecer equilibrios menos dependientes de la influencia que, en la economía y la política mundial, desde la banca rota de la antigua URSS, impone Estados Unidos.

Un ejercicio de realismo básico indica que, por más que el Gobierno de Trump se esfuerce, no logrará detener ni el comercio chino, ni las ambiciones geopolíticas de la Rusia de Putin, ni impondrá una solución definitiva al conflicto árabe-israelí, ni tampoco detendrá el flujo de migrantes hacia su frontera sur.

A la vez, la geopolítica y la política comercial del Presidente Trump han disuelto el tapón que impedía la articulación de una política de defensa común europea (con el Reino Unido y Suiza), a la vez que, en el Indo-Pacífico, han consolidado un nuevo escenario estratégico caracterizado por el rearme de Japón, el potenciamiento estratégico de Corea del Sur y Australia, e impulsado a la India y a China a buscar nuevas formas de distensión.

En perspectiva, es altamente probable que el aislamiento al que ahora tiende Estados Unidos permita que, conservando ese país su enorme poder económico y estratégico, el mundo avance hacia un período de multipolaridad en el que los “intereses materiales” de cada país orienten sus respectivas estrategias de inserción internacional.

Menos dependientes del efecto que la inestabilidad en el valor del dólar y el estado de ánimo del “enemigo interno” de Estados Unidos trasuntan al sistema internacional, es probable que economías medianas como la nuestra tengan nuevas y mejores oportunidades.

Adaptarse a este escenario en ciernes exige atención y realismo. Por lo pronto, deberíamos aceptar que “criticar o aplaudir” lo que ocurre en Estados Unidos no solo es intrascendente, sino que nos distrae del objetivo de adaptarnos ventajosamente al mundo del segundo cuarto del siglo XXI.

En esto debemos comenzar por apreciar la ventaja que nos otorga nuestra condición periférica, alejada de los grandes conflictos y sin obligación de optar por ninguna de las partes, en ningún conflicto. “Lo pequeño es hermoso”, afirmaba Fritz Schumacher.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.

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