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Cuando el crimen organizado gana terreno: ideas para recuperar el futuro Opinión

Cuando el crimen organizado gana terreno: ideas para recuperar el futuro

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Propongo un impuesto a la ostentación no justificada, para quienes exhiben bienes y estilos de vida incongruentes con sus ingresos formales. La crítica será obvia: “Están criminalizando a los pobres”. Pero no se trata de eso. Se trata de romper la cadena simbólica que asocia crimen con estatus.


Hay un momento en que el Estado debe dejar de reaccionar y comenzar a redefinirse. Chile vive ese momento. La penetración del crimen organizado en barrios, instituciones, economías locales y hasta en la forma en que hablamos de poder, éxito y el miedo. No es una coyuntura: es una transformación estructural. Y frente a eso, la política tradicional se sigue moviendo dentro de un margen angosto: más policías, más penas, más cámaras. Una repetición de fórmulas, muchas veces legítimas, pero siempre insuficientes.

No estamos frente a un simple fenómeno delictual, sino ante un sistema alternativo de orden, que ofrece ingresos, seguridad, pertenencia y hasta justicia en lugares donde el Estado se retiró hace tiempo. El crimen organizado no solo ocupa territorios: los interpreta, los administra, los protege y los castiga. Y si no somos capaces de entender eso, seguiremos pensando que el problema es solo policial, cuando en realidad es cultural, económico, institucional y simbólico.

Frente a este desafío, propongo un conjunto de iniciativas que no se explican desde la reacción, sino desde la anticipación. Políticas no pensadas para controlar lo incontrolable, sino para reorganizar el campo de poder en el que el narco ha logrado legitimidad. No busco medidas complacientes ni decorativas. Propongo herramientas para una disputa real por el sentido común, por los recursos públicos y por el control territorial.

Tomemos la ostentación narco, por ejemplo. No es vanidad: es pedagogía. Es la forma en que el crimen enseña que saltarse las reglas paga. Relojes de lujo, autos sin papeles, fiestas con drones: símbolos de éxito sin legalidad. Por eso propongo un impuesto a la ostentación no justificada, para quienes exhiben bienes y estilos de vida incongruentes con sus ingresos formales. La crítica será obvia: “Están criminalizando a los pobres”. Pero no se trata de eso. Se trata de romper la cadena simbólica que asocia crimen con estatus. Este impuesto no es contra los pobres, es contra la impunidad estética del crimen.

Esa misma lógica simbólica debe operar sobre los bienes incautados. Hoy, propiedades y vehículos decomisados al narco quedan abandonados por años, transformándose en monumentos al fracaso del Estado. Propongo que toda propiedad incautada sea reutilizada con fines públicos en menos de 12 meses. Centros de salud, casas de acogida, bibliotecas. La crítica: “Es caro, es lento, es difícil”. El contraargumento: es más caro, más lento y más destructivo dejar que el narco conserve su arquitectura del poder.

Pero el poder del crimen también es económico. En territorios donde la única renta proviene del narco, la moral pública se degrada por necesidad. Por eso, planteo una oferta laboral prioritaria, reforzada y focalizada en zonas de alta captura narco. No como asistencialismo, sino como estrategia de contención. Su crítica vendrá desde ambos flancos: “Es populismo”, dirán unos; “es criminalización encubierta”, dirán otros. Pero lo cierto es que si el narco paga por lealtades, el Estado también debe competir, pero con reglas propias.

Y si el narco construye redes empresariales para lavar dinero, el Estado debe responder con sanciones estructurales. Toda empresa que haya sido formalmente condenada por colaboración con el crimen organizado debe ser vetada de cualquier contratación pública por al menos 15 años. Esto no es revancha, es higiene institucional. Quienes cuestionen esta medida dirán que bloquea la reinserción. Nosotros diremos: la confianza pública no es un derecho automático, es una consecuencia que se reconstruye con tiempo, no con lobby.

La disputa no es solo por la economía, sino por el relato. Por eso necesitamos certificar barrios, ferias y espacios públicos como “zonas libres de narco”. No como una etiqueta burocrática, sino como acto simbólico y operativo: esos lugares deben recibir apoyo prioritario, inversión visible, reconocimiento institucional porque esa comunidad se está esforzando en organizarse contra el delito y las incivilidades. Dirán que es una forma de estigmatización invertida. Pero lo que se nombra, se protege. Y lo que se protege, se sostiene.

El crimen organizado también se infiltra en las biografías. Lo hace desde la infancia. En escuelas donde nadie explica qué es el lavado de dinero, qué hace un narco cuando financia la fiesta del barrio o cómo se infiltran las juntas de vecinos. Por eso propongo un currículum escolar antinarco en zonas críticas, que enseñe a identificar, nombrar y resistir las lógicas del crimen. ¿Demasiado temprano? No. Es el narco el que llega temprano. El Estado llega tarde.

El Estado también pierde fuerza desde adentro. ¿Qué sentido tiene que un policía se retire a los 40 o 50 años, para asumir un cargo en una municipalidad o un servicio público? Prohibamos la recontratación de funcionarios policiales retirados durante al menos 3 años. No es castigo, es control de incentivos.

Y si el Estado entrega viviendas sociales, esas viviendas no pueden terminar como puntos de venta o acopio de drogas. Propongo que cada familia beneficiada firme un compromiso habitacional contra el crimen. Si se demuestra uso delictivo y hay condena, el Estado recupera la propiedad por comiso. La crítica: “Eso vulnera el derecho a la vivienda”. La respuesta: el derecho a la vivienda no puede ser una coartada para el crimen. La dignidad debe protegerse también desde la legalidad.

Otra dimensión esencial es la estética. El narco construye identidad visual: semiótica, tatuajes, lenguaje, arquitectura. Propongo un programa de desmantelamiento estético del narco, una cruzada cultural para vaciar de glamour los símbolos del narco y su propaganda en medios de comunicación. Acá el mundo de la cultura está llamado a aportar con el país.

Y si queremos una ciudadanía activa, tenemos que protegerla. Propongo un sistema de denuncias premiadas, anónimas y protegidas para incentivar el quiebre de redes. Crítica: “Eso es abrir la puerta a delaciones falsas”. Contraargumento: si se diseña con cuidado y protección jurídica, puede ser una de las herramientas más eficaces contra la opacidad del crimen.

Finalmente, el Estado debe saber dónde está perdiendo. Propongo la creación de un Registro Nacional de Territorios Amenazados, público y actualizado, que permitiría identificar comunas, barrios, instituciones, incluso servicios públicos afectados. La crítica será que “eso estigmatiza”. Pero el silencio estigmatiza más. Lo que se mide, se gobierna; lo que se esconde, se pierde.

Chile requiere una gramática política nueva para enfrentar al crimen organizado desde su complejidad real. El Estado necesita dejar de hablar como fuerza de orden y empezar a actuar como fuerza de sentido. Porque lo que el crimen ha logrado capturar no es solo territorio, es también lenguaje, poder y futuro. Y eso no se recupera con una ley más dura o un patrullaje más frecuente. Se recupera con ideas capaces de incomodar, políticas capaces de reordenar y un Estado capaz de pensar más allá de lo que siempre ha hecho.

No estamos solo frente a un problema de seguridad. Estamos frente a una disputa por el país que queremos ser. Y para eso, pensar fuera de la caja es el primer paso. Pero atreverse a actuar sin complejos es lo que verdaderamente provocará el cambio.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.

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