
Desinformación científica en entornos digitales: por qué importa y cómo enfrentarla
A largo plazo la solución es más profunda: pasa por reconstruir el vínculo entre la ciudadanía y la ciencia, desde la educación temprana hasta la participación en procesos de producción de conocimiento, porque cuando las personas se sienten parte de ese proceso también se comprometen con su defensa.
Aunque las creencias, actitudes y conductas anticientíficas no son mayoritarias en la población, eso no significa que no debamos preocuparnos. La historia reciente nos ha mostrado que incluso grupos pequeños, bien organizados o amplificados por las redes sociales, pueden tener un impacto significativo en la salud pública.
Para entender cómo operan estos discursos, es útil distinguir entre creencias, actitudes y conductas. Las creencias son ideas que las personas forman a partir de sus experiencias o lo que escuchan de otros. Las actitudes son evaluaciones sobre cómo se debería actuar y las conductas son los comportamientos concretos que adoptamos. Es posible tener una creencia negativa sobre, por ejemplo, una vacuna y aun así vacunarse. Pero cuando esas creencias se refuerzan de forma constante, pueden transformarse en actitudes firmes y, con el tiempo, en decisiones que afectan no solo a la persona, sino también a su entorno.
En Chile, las tasas de vacunación se han mantenido altas, y cuando hay rezagos, estos se deben más a barreras de acceso que a rechazo ideológico. Pero eso podría cambiar si no prestamos atención al ecosistema informativo que habitamos. Hoy, los mensajes anticientíficos tienen más visibilidad que nunca, en gran parte por el funcionamiento de las redes sociales. A diferencia de los medios tradicionales, en estas plataformas no hay editores ni filtros: cualquier persona puede publicar cualquier cosa, y si el mensaje es atractivo y emocionalmente convocante es probable que se viralice.
Los mensajes anticientíficos suelen presentarse en formatos simples, visuales y fáciles de compartir. Su lenguaje es cercano, apelan a la emoción más que al razonamiento y muchas veces circulan en forma de memes o videos breves. Además, suele entregar certezas (sin fundamento, por supuesto). Mientras tanto, la comunicación científica requiere precisión, contexto y matices y, debido a que el establecimiento de verdades es complejo, las certezas no suelen abundar.
Es una competencia desigual.
Además, los algoritmos de las plataformas están hechos para reforzar nuestras preferencias. Si alguna vez interactuamos con contenido anticientífico –aunque sea por curiosidad–, es probable que veamos más contenido del mismo tipo. Así se va construyendo un entorno informativo donde ciertos mensajes se repiten hasta volverse dominantes.
Pero el problema no se limita a lo tecnológico. También tiene que ver con cómo los seres humanos nos relacionamos con la información. En primer lugar, tendemos a conservar energía mental: preferimos explicaciones simples, confirmamos lo que ya creemos y evitamos lo que contradice nuestras ideas. Si a eso sumamos la desconfianza hacia la ciencia –muchas veces basada en hechos históricos reales, como abusos en investigaciones o conflictos de intereses con industrias–, se configura un terreno fértil para la desinformación.
Combatir estos discursos no es fácil, pero es posible. Las plataformas digitales deben asumir su responsabilidad y comprometerse con la promoción de contenidos basados en evidencia. Y desde la comunicación, necesitamos fortalecer el periodismo de calidad, aunque hoy enfrente una crisis estructural que limita su capacidad de incidencia.
A largo plazo la solución es más profunda: pasa por reconstruir el vínculo entre la ciudadanía y la ciencia, desde la educación temprana hasta la participación en procesos de producción de conocimiento, porque cuando las personas se sienten parte de ese proceso también se comprometen con su defensa.
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