
Mario Vargas Llosa y el liberalismo de la ruptura
¿Acaso su ruptura con el socialismo, en todas sus formas, fue tan definitiva que arribó a la convicción de que incluso las derechas iliberales son más democráticas y más “liberales” que las izquierdas democrático-liberales?
La muerte del gran escritor peruano Mario Vargas Llosa, el último latinoamericano en recibir el Premio Nobel de Literatura (2010), me sorprendió repentinamente. Aunque, por su avanzada edad, de ningún modo me resultó inesperada.
Pensé que, tal como Karl R. Popper y Friedrich A. Hayek, dos de sus pensadores liberales más influyentes, Vargas Llosa fallecería a los 92 años. Pero murió a los 89, casi a la misma edad que Isaiah Berlin, su más admirado filósofo liberal contemporáneo. Pero, además, tanto la fecha de su nacimiento como la de su deceso casi coinciden con las del Nobel mexicano Octavio Paz (1914-1998), la otra gran figura del liberalismo en América Latina.
Y si me atrevo a contextualizar la muerte de Vargas Llosa en la de otros intelectuales liberales del siglo XX, es porque no se trata simplemente de un laureado novelista y activista del liberalismo, sino porque él seguirá siendo, durante mucho tiempo, el mayor exponente del pensamiento político liberal contemporáneo en todo el orbe hispano.
Aun cuando Vargas Llosa no haya publicado un ensayo filosófico de largo aliento, equivalente a “La sociedad abierta y sus enemigos” de Karl Popper o “El opio de los intelectuales” de Raymond Aron, en sus novelas, ensayos, columnas, conferencias y discursos, se aprecia la visión de un filósofo y no solo la de un creador de mundos como fueron sus pares del “boom”, Gabriel García Márquez, Carlos Fuentes, Julio Cortázar o José Donoso.
Del mismo modo que Octavio Paz transmitió una visión poética tanto en su poesía como en su obra de ensayos, el autor de Conversación en La Catedral reflejó toda una filosofía de la libertad del individuo frente al poder del Estado, que es precisamente la mayor preocupación del pensamiento político liberal desde sus orígenes prerrevolucionarios.
Pero esta visión filosófico-liberal que trasciende en su obra no la adoptó repentinamente, sino gradualmente, como un tejido que fue tomando forma a medida que los puntos de quiebre con su ideario socialista lo condujeron indeteniblemente a desengañarse y, posteriormente, a romper con él definitivamente.
Su adolescencia estuvo marcada por la figura de un padre autoritario y maltratador, un tirano doméstico que hizo todo lo posible para que no llegara a ser un escritor, enviándolo a estudiar a un colegio militar, el Leoncio Prado de Lima, donde presenció y padeció las costumbres opresivas de la sociedad de antaño.
De su resistencia al abuso paterno –como bien señala Arturo Fontaine– se “nutre su repulsión ante las dictaduras de cualquier signo”.
Pero fue en su rol de intelectual público, inspirado en el compromiso del escritor con los problemas de su tiempo, donde sufrió una profunda decepción ante las falsas promesas emancipadoras de los mal llamados “socialismos reales”.
Tal como lo recuerda Enrique Krauze, la Revolución cubana fue para Vargas Llosa “un advenimiento histórico que atrajo no solo su simpatía sino su adhesión activa y apasionada” y a la que “se entregó […] y le fue fiel largo tiempo”. Pero dos “puntos de quiebre” fueron decisivos en su “proceso doloroso de decepción”. El primero fue la invasión a Checoslovaquia en 1968 y el segundo el caso Padilla en 1971.
Si en nombre de la utopía redentora de sustituir el imperio de la necesidad por el reino de la libertad, el socialismo marxista se ha petrificado en un régimen totalitario cuya burocracia no ha hecho sino privar a los seres humanos de sus propias condiciones de libertad (y de existencia), entonces –reflexionó Vargas Llosa siguiendo a Albert Camus– había que reivindicar el individualismo y desconfiar de la interpretación mecanicista del marxismo, festejar el pluralismo y abominar el totalitarismo.
Así, en uno de sus más elocuentes discursos, dijo categóricamente: “Esas utopías absolutas –el cristianismo en el pasado, el socialismo en el presente– han derramado tanta sangre como las que querían lavar. Lo ocurrido con el socialismo es, sin duda, un desengaño, que no tiene parangón en la historia”.
Su defensa del individualismo, entendido como el valor inconmensurable que representa cada individuo humano, único e irrepetible, en contra de las abstracciones ideológicas dispuestas a sacrificarlo, y del pluralismo, entendido como valoración positiva de la diversidad en las experiencias de vida, también inconmensurables (siguiendo en este punto a Isaiah Berlin), fue lo que llevó a Vargas Llosa a la más firme defensa del gobierno democrático, entendido como democracia liberal, y de la libertad de pensamiento y de expresión como su piedra de toque.
Es por ello que el liberalismo de Mario Vargas Llosa se erigió a partir de un gradual desencanto que desembocó “en una crítica feroz”, como dice Krauze, “proporcional a la dimensión del compromiso anterior”, y su ruptura ideológica definitiva con el socialismo.
Ahora bien, ¿qué entiende el Nobel peruano por liberalismo? Su adhesión a él, como vimos, no fue repentina, pero tampoco fragmentaria. Defendió tanto la dimensión política del pensamiento liberal (Estado democrático de Derecho) como sus dimensiones cultural (pluralismo en las formas de vida) y económica, al punto de distinguirse como un ferviente partidario de la economía de libre mercado.
Sin embargo, su entusiasmo por los mercados libres no es de ningún modo reduccionista. En una memorable conferencia, se aprecia su profundo distanciamiento con aquellos liberales que conciben al mercado como una panacea que por sí sola resuelve el desempleo, la pobreza, la marginalidad y la exclusión social. Los califica de “verdaderos logaritmos vivientes”, que “han hecho a veces más daño a la causa de la libertad que los propios marxistas”.
Luego dice: “Es la cultura, un cuerpo de ideas, creencias y costumbres compartidas –entre las que, desde luego, puede incluirse la religión– la que da calor y vivifica la democracia y la que permite que la economía de mercado, con su carácter competitivo y su fría matemática de premios para el éxito y castigos para el fracaso, no degenere en una darwiniana batalla”. El mercado es “un mecanismo implacable que, sin esa dimensión espiritual e intelectual que representa la cultura, puede reducir la vida a una feroz y egoísta lucha en la que solo sobrevivirían los más fuertes”.
Para Vargas Llosa, “la libertad es una sola y la libertad política y la libertad económica son inseparables, como el anverso y el reverso de una medalla”. Por no entender esto “han fracasado tantas veces los intentos de democracia en América Latina”. Sostener que la democracia puede respetar la libertad política pero rechazar la libertad económica, produciéndose más pobreza, ineficiencia y corrupción, o instalar gobiernos autoritarios, convencidos de que solo un régimen de mano dura y represora puede garantizar el funcionamiento del mercado libre, constituye “una peligrosa falacia”.
Como se ve, la filosofía liberal de Mario Vargas Llosa está lejos del mal llamado “neoliberalismo” que algunos le atribuyen, y más bien se inscribe en lo que Francis Fukuyama denomina un “liberalismo humano”, o un “neoliberalismo con rostro humano”, como lo califica Fernando Atria, o un “neoliberalismo inclusivo” como lo cataloga Sebastián Edwards.
Y aunque apoyó públicamente a mandatarios de derechas del más amplio espectro, como Alfredo Cristiani en El Salvador o Sebastián Piñera en Chile, también simpatizó con gobernantes de la izquierda liberal y democrática, “nominalmente socialistas”, como el español Felipe González o el chileno Ricardo Lagos. De ahí que Octavio Paz, pese a no apartarse nunca de la posibilidad socialista, reconociera en Vargas Llosa “al combatiente civil y al demócrata”.
Sin embargo, ¿por qué un “combatiente civil” de la democracia liberal, que repudia a toda forma de tiranía de cualquier ideología, así como al nacionalismo y, en general, a toda forma dogmática y fanática de particularismo, en el último lustro de su vida apoyaría públicamente a candidatos presidenciales de ultraderecha provenientes de esas mismas sombras, como José Antonio Kast, Jair Bolsonaro o Keiko Fujimori?
¿Acaso su ruptura con el socialismo, en todas sus formas, fue tan definitiva que arribó a la convicción de que incluso las derechas iliberales son más democráticas y más “liberales” que las izquierdas democrático-liberales? ¿Será esta otra manifestación de ese liberalismo de la ruptura que caracterizó a Mario Vargas Llosa?
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