
Un balance de la reforma bergogliana
El nuevo Papa deberá enfrentar la necesidad de mantener y profundizar esa reforma a nivel estructural y cultural, de un modo que permita a la Iglesia abrazar genuinamente los valores de inclusión, igualdad y diálogo.
La muerte del Papa Francisco obliga a analizar su figura de cara al futuro. Al día siguiente de sus exequias, y por encima de los merecidos elogios y de la virulencia de sus detractores, lo que queda pendiente es vislumbrar el efecto de su obra en términos de la estructura eclesial.
Sin duda, la personalidad de Jorge Bergoglio logró cimentar una imagen de humildad y progresismo relacionada directamente su persona. No obstante, se evidencia una profunda dificultad entre los gestos y las acciones concretas del Pontífice, especialmente en temas sensibles como el feminismo, la igualdad LGBTQ+, y la inmigración, y la postura de la mayoría de los episcopados, donde los discursos se han mantenido en una ortodoxia más conservadora.
Francisco intentó de forma sistemática modificar la intransigencia dogmática de la Iglesia. Sin embargo, su crítica no pudo llegar a modificar la raíz del problema: la necesidad de un cambio cultural profundo dentro de la propia feligresía. No se trata de un mero detalle. No se podía emprender esa tarea con un cambio sólo a nivel del clero, sin considerar las resistencias que surgen dentro de los propios laicos católicos.
Francisco, por más fuerza que imprimió a su tarea, llegando en varios casos a dar ciertos golpes de autoridad que le supusieron la crítica a una inclinación bonapartista, topó con condiciones objetivas que no eran modificables a corto plazo. No se podía convertir una institución, con una cultura bimilenaria, con meras decisiones administrativas durante 12 años, por más premura que se imprimiera a la tarea. Por eso no es justo afirmar que su pontificado fue efímero y superficial. En este período se intentó una transformación genuina, aunque esa meta no se podía alcanzar con la sola voluntad de un líder, por carismático que sea. Se requería una metamorfosis cultural que permeara todas las estructuras y jerarquías eclesiales.
Francisco, a pesar de sus intenciones, operó dentro de un sistema arraigado en siglos de tradición y conservadurismo. Roma no se construyó en un día, y tampoco la reforma de la Iglesia de escala global se podía hacer en una década. Para que los cambios que propuso fueran sostenibles y efectivos era indispensable construir una cultura interna que los hiciera viables y asumibles.
Esto implicó un diálogo abierto y honesto con todas las voces dentro de la Iglesia, incluyendo a los sectores más conservadores, para evitar el riesgo del cisma o de la autoexclusión de los más resistentes al cambio. Para eso aplicó el proverbio africano: Si quieres ir rápido, ve solo; si quieres llegar lejos, ve acompañado.
Sin ese diálogo y trabajo de construcción cultural interna hubiera dejado a la Iglesia vulnerable a la reversión de los avances institucionales logrados. Por eso, la reforma bergogliana, al depender en gran medida de la personalidad de Francisco, no tiene asegurada sus condiciones de solidez para perdurar a todo evento. La Iglesia, en su conjunto, no experimentó una transformación institucional profunda, sino más bien una adaptación discursiva a los tiempos modernos. Un cambio de esas características está pendiente, y deberá alterar aspectos que están normados en el Código de Derecho Canónico, como el sacerdocio de la mujer, el celibato, el modo de elección de los obispos, el rol del Sínodo, entre otros.
El nuevo Papa deberá enfrentar la necesidad de mantener y profundizar esa reforma a nivel estructural y cultural, de un modo que permita a la Iglesia abrazar genuinamente los valores de inclusión, igualdad y diálogo. Sin esta transformación profunda, los gestos y palabras de Francisco corren el riesgo de convertirse en meras anécdotas en la historia de una cultura eclesial que sigue aferrada a sus dogmas y tradiciones más arraigadas.
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