
Libres para criar, libres para elegir
Pero esa historia de progreso hoy enfrenta un punto de inflexión. Porque, aunque los derechos se han ampliado, el bienestar material se ha vuelto cada vez más frágil.
En Chile, tener hijos nunca fue una decisión sencilla. Pero durante las últimas décadas, muchas familias apostaron por algo que parecía revolucionario: que sus hijas e hijos pudieran vivir mejor que ellos. Ese fue el verdadero proyecto país de las familias trabajadoras. No fue el Estado subsidiario que dejó de apoyar a las personas para fortalecer el mercado y agrandar la desigualdad. Fue la cocina a leña, el doble turno, las piezas arrendadas, el crédito hipotecario, el crédito con aval, las deudas y más deudas. Fue el esfuerzo cotidiano que permitió que una generación pasara del barro al liceo, del liceo a la universidad.
Y en esa apuesta –tan silenciosa como transformadora– se consolidó un cambio profundo: la natalidad comenzó a disminuir. En la intimidad de los hogares, esa baja fue expresión de progreso, mayor autonomía, planificación y libertad para decidir cuándo y cómo criar. Pero a nivel país, esa misma transformación nos enfrenta a desafíos nuevos en torno a cómo garantizar la sostenibilidad del bienestar y reorganizar el cuidado en una sociedad donde cada vez son menos quienes producen y más quienes dependen.
La caída sostenida de la fecundidad en Chile no comenzó ayer. Empezó hace más de 60 años, cuando se implementaron las primeras políticas públicas de planificación familiar en el marco de una estrategia nacional de salud y desarrollo. En 1965, el Servicio Nacional de Salud inició actividades de regulación de la fertilidad. Al año siguiente, se lanzó el Plan Nacional de Regulación de la Natalidad y en 1967 se formuló la Política de Población y Salud Pública, que ha guiado hasta hoy el acceso a anticoncepción, educación sexual y derechos reproductivos.
Actualmente, Chile registra la segunda tasa más baja de mortalidad materna en América, solo superado por Canadá. Además, somos uno de los pocos países –junto a Uruguay y Costa Rica– que ha logrado reducir de manera sostenida el embarazo adolescente.
Gracias a ese camino, disminuyó la mortalidad materna, bajó drásticamente el embarazo adolescente, aumentó la esperanza de vida y permitió que mujeres y hombres pudieran decidir cuándo y cómo tener hijos. Fue una expresión de desarrollo. Fue parte de la modernización. Y fue, sobre todo, parte de una historia de luchas que ampliaron las libertades y las oportunidades de millones de personas.
Hoy, la tasa global de fecundidad en Chile está por debajo del umbral de reemplazo poblacional desde el año 2000. Es decir, hace 25 años. No se trata de un fenómeno reciente ni inesperado, sino de un proceso asociado al acceso a la educación, a la reducción de la brecha de género en el acceso al trabajo remunerado, al reconocimiento de los derechos sexuales y reproductivos y a la reorganización de las expectativas de vida.
Pero esa historia de progreso hoy enfrenta un punto de inflexión. Porque, aunque los derechos se han ampliado, el bienestar material se ha vuelto cada vez más frágil.
El alto costo de la vida ha instalado una inquietud profunda en las nuevas generaciones. Muchas personas sienten que, pese al esfuerzo acumulado por sus familias, hoy no pueden garantizar a sus hijos e hijas la misma estabilidad que recibieron. Arriendos impagables, créditos hipotecarios fuera de alcance, pensiones que no cubren lo básico y que han invertido los roles: ahora son los hijos quienes deben sostener a sus padres. A esto se suma la falta de apoyos para cuidar. La sensación es clara: se avanzó, sí, pero nada está del todo asegurado. Y esa fragilidad cotidiana se traduce en incertidumbre.
Por eso, cuando hablamos de natalidad, no basta con mirar la superficie ni idealizar con nostalgia un pasado de familias numerosas, marcado también por la pobreza, el escaso acceso a la salud reproductiva y la ausencia de planificación familiar. Además, ese pasado no fue tan idílico como algunos suponen: en la historia de Chile –como bien lo recuerda Sonia Montecino– está profundamente inscrita la figura de las madres solas e hijos “huachos”, expresión de una realidad social invisibilizada por los discursos oficiales.
La decisión de tener hijos e hijas no es solo íntima, sino también estructural. Está cruzada por el tiempo disponible, la seguridad económica, las redes de apoyo, la carga del cuidado y la proyección de un futuro posible.
Chile no tiene una sola forma de familia. Y eso no es un problema. Es un reflejo de nuestra diversidad y nuestra historia. Hay madres jefas de hogar, padres que crían solos, parejas del mismo sexo, personas mayores que vuelven a criar, familias reconstituidas, personas que deciden no tener hijos y otras que lo desean, pero no encuentran condiciones para hacerlo.
El verdadero desafío no es aumentar la natalidad a toda costa, sino recuperar la confianza en que criar en Chile es posible para quien sea deseable. Que tener hijos no sea una condena al endeudamiento o a la renuncia personal. Que se pueda vivir bien, cuidar con dignidad y decidir sin miedo.
Porque muchas de las decisiones que se toman hoy no son por miedo, sino por memoria. Porque sabemos muy bien lo que costó llegar hasta aquí, porque es reconocer el esfuerzo de nuestras familias. Porque muchas niñas fuimos criadas para no depender de nadie. Porque a muchos niños y niñas se nos dijo que nuestra única herencia sería la educación. Y lo cumplieron. Estudiamos. Avanzamos. Pero hoy, la posibilidad de reproducir ese sueño empieza a tambalear.
Por eso, más que volver al pasado, necesitamos transformar el presente. Avanzar hacia un país donde formar una familia no sea una carga ni un privilegio, sino una opción libre y acompañada. Donde cuidar no sea una responsabilidad solitaria, sino un compromiso compartido. Donde el bienestar alcanzado por generaciones de esfuerzo no se pierda, sino que se proyecte hacia el futuro.
Un Chile que cuida a las familias trabajadoras es un Chile que no abandona a su gente, que no impone caminos únicos, que no retrocede en derechos. Es un país que entiende que la libertad no se defiende con discursos, sino con condiciones reales para decidir.
Que el verdadero progreso es aquel que se siente en las casas, en las familias, en los cuerpos y en el tiempo que compartimos.
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