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Tecnocracia cultural como gestión mercantil y el vaciamiento de lo público Opinión Archivo

Tecnocracia cultural como gestión mercantil y el vaciamiento de lo público

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Samuel Toro
Por : Samuel Toro Licenciado en Arte. Doctor en Estudios Interdisciplinarios sobre Pensamiento, Cultura y Sociedad, UV.
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Restaurar el poder político del arte como herramienta de construcción colectiva y de disputa real en la esfera pública es vital si pretendemos sobrevivir como campo.


El arte “contemporáneo” en Chile ha dejado de funcionar como espacio independiente de reflexión y crítica para convertirse en un engranaje de la administración cultural (obviamente hay excepciones). La tecnocracia esa forma de gobernanza de métricas, protocolos y la (pseudo)eficiencia por sobre los contenidos críticos ha transformado la producción artística en un ejercicio de cumplimiento: informes de impacto, indicadores de audiencia, cumplimiento de objetivos discursivos predefinidos. Ya no importa tanto la potencia de una obra como su capacidad de generar “visibilidad estratégica” dentro de los circuitos de financiamiento y las agendas estatales o corporativas.

Esta “lógica” de la gestión cultural se impone desde los ministerios, las fundaciones y los grandes festivales, donde los curadores actúan más como gestores de proyectos que como interlocutores críticos. Cada convocatoria exige cumplir requisitos de articulación comunitaria, pero esa “comunidad” suele reducirse a grupos certificados, organizaciones afines y beneficiarios oficiales.

El resultado es un arte que se mueve en circuitos cerrados, reproduciendo los mismos criterios de selección y evaluación, sin incomodar realmente las estructuras de poder que lo sostienen.

La tecnocracia cultural encuentra su antecedente en la estructura desigual de la modernidad chilena. Una modernidad que se construyó sobre un principio educativo fragmentado: la excelencia concentrada en lo privado y la precariedad de lo público. Ese modelo forjado desde la república conservadora decimonónica hasta las reformas neoliberales de fines del siglo pasado estableció una clara separación entre quienes reciben formación oficial (ilustrada) dentro del circuito académico y quienes quedan al margen del sistema institucional cultural.

En el derrotero histórico, que nos conllevó una pauperización de la “educación crítica” masiva o abierta y desplegada el sujeto ilustrado persiste en el ideario de un inalcanzable negativo, mientras la comunidad permanece receptora y no interactiva en la crítica estético-política. Todo esto, mientras la tecnocracia cultural se nutre de esa desigualdad para presentar sus proyectos como “inclusivos” y al mismo tiempo selectivos.

En este contexto, la tecnocratización del sistema educativo y cultural ha profundizado la tercerización y la precarización. Se subvenciona por resultados, no por procesos; se premia la visibilidad mediática, no la densidad teórica. Los propios creadores, convertidos en gestores de sus propias iniciativas, destinan buena parte de su tiempo a la formulación de proyectos y a la rendición de cuentas, en lugar de dedicarlo a la investigación, la experimentación o el diálogo con “comunidades diversas”.

La gestión se vuelve un fin en sí mismo, y el arte, un instrumento de legitimación institucional. La tecnocracia cultural también ha vaciado de contenido la noción de espacio público. Los proyectos financiados buscan intervenir plazas y edificios, pero rara vez generan procesos de debate o construcción colectiva. Se privilegia el gesto performativo de la información el registro (documentación), el hashtag, la cobertura de prensa antes que el compromiso sostenido con las comunidades. Así, lo público se convierte en escenario de eventos controlados, donde el conflicto y la disputa quedan fuera de guion.

Sin embargo, la historia chilena guarda momentos de intensidad crítica que no se redujeron a la lógica de la gestión en sí. Entre mediados del siglo XX y 1973, las reformas universitarias y la presencia de organismos regionales (Cepal, Unesco, FAO) crearon un polo intelectual que tensionó la frontera entre arte, política y ciencias sociales. Ese periodo de investigación social y producción teórica fue un verdadero laboratorio de pensamiento crítico, transformado abruptamente por el golpe de Estado y la posterior desarticulación del tejido educativo.

La violencia de la dictadura profundizó la pauperización institucional y desarticuló redes de solidaridad. En los años siguientes, la tecnocracia neoliberal reorganizó la educación y la cultura bajo principios de no intervención y eficiencia mercantil. El Estado se retiró de su función de mediador político y cultural, otorgando al mercado y a la gestión empresarial el monopolio de la producción simbólica. El arte, entonces, quedó a merced de lógicas que priorizan la sostenibilidad económica y la “innovación” como sinónimos de relevancia.

Frente a este paisaje entre los 90 y 2000 emergieron modalidades de trabajo independiente que buscaban desafiar la tecnocracia cultural: colectivos autogestionados, proyectos de base comunitaria o iniciativas de crítica situadas fuera de los circuitos oficiales. Se utilizaron herramientas digitales para coordinarse y apelar a redes solidarias para compartir espacios y conocimientos. Fueron gestos mínimos, pero capaces de reactivar la dimensión política del arte: la creación de comunidades no certificadas, el despliegue de formas de colaboración más allá del contrato de gestión. Lamentablemente, los principios del open source también fueron debilitados y reificados en el intento de la eficiencia individual.

Sin embargo, la experiencia de movilizaciones sociales desde los movimientos estudiantiles de 2006 y 2011 hasta el estallido social de 2019 demuestra que la disputa por el sentido público puede darse en clave simbólica y performativa al margen de los aparatos de gestión. Cuando las plazas se llenan de pancartas y cuerpos incomodos para el poder, el arte surge como presencia crítica, donde la tecnocracia cultural revela su impotencia al no poder controlar el pulso de lo colectivo ni capturar la urgencia del reclamo (hasta que este se le reinventa una ideologización negativa y pesimista par regresar al consumo cultural y olvidar; olvidar hasta lo olvidado).

Uno de los desafíos para el mundo artístico en Chile es recuperar la capacidad política de la esfera pública sin someterse a las normatividades de la gestión. No se trata de rechazar toda forma de organización, sino de poner la administración al servicio de la acción crítica y no al revés. El arte, y la cultura, debe reenfocar sus prácticas en procesos de aprendizaje, pedagogías y sociedades críticas.

El fin no es volver a una ilustración idealizada ni repetir las experiencias de antaño, sino imaginar nuevas gramáticas de lo común, donde el arte deje de ser un producto “medible” para convertirse en un “laboratorio” de emancipación para “desafiar” la tecnocracia cultural que confunde eficiencia con relevancia, gestión con creatividad, visibilidad con crítica.

Restaurar el poder político del arte como herramienta de construcción colectiva y de disputa real en la esfera pública es vital si pretendemos sobrevivir como campo.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.

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