
Octavo papelón constitucional y licencias truchas: un espejo del país
Y a propósito de espejos en los que no nos gustaría vernos como país, la política chilena hace rato que viene mostrándonos una cara muy fea.
No sé si será porque el tema, después de ocho intentos fallidos, carece de todo interés público o bien porque la agenda política estuvo tan intensa que no dio mucho espacio en la prensa para que se hablara del nuevo y rotundo fracaso en materia de acusaciones constitucionales –una conducta que parece haberse constituido en una obsesión sadomasoquista para la oposición–, pero lo cierto es que la información del nuevo papelón opositor no pasó de páginas y notas interiores en los medios tradicionales.
La primera plana se la tomó el escándalo de las licencias fraudulentas en una parte del Estado y las críticas destempladas de los tres candidatos de derecha en competencia (el trío MaKaKa) en contra del Poder Judicial por sus fallos que permitieron el cambio de la medida precautoria de Manuel Monsalve y la salida del fiscal Cooper del caso ProCultura.
Partamos por el hecho de que la investigación de la Contraloría –cruzando datos con la PDI– es extremadamente grave. No solo por los 25 mil funcionarios públicos que estando con licencia médica salieron al extranjero –que ya es un dato indignante–, sino también porque dejó en evidencia una práctica que quién sabe cuántas décadas lleva desarrollándose con total impunidad, y que supone la complicidad de médicos y pacientes, la vista gorda de jefes y directores de servicio y, por supuesto, un costo gigante para el Estado.
Y, claro, más allá del número de implicados y del uso político del escándalo en tiempos de elecciones, una conclusión desgarradora es que Chile es un país mucho más corrupto y fraudulento de lo que todos creíamos hasta hace un par de décadas. Platas políticas y “raspados de la olla”, SQM y Penta, y ahora, ciudadanos de a pie y médicos desfalcando al Estado. A propósito de la mirada ácida y crítica que tenemos “de otros” –independientemente de quién esté en el Gobierno–, el espejo nos muestra una realidad que, de seguro, no nos gusta para nada.
El viernes comenzó a circular una larga lista con instituciones estatales de todo tipo, despertando una rabia generalizada de la gente y especialmente de nuestros políticos, pese a que, curiosamente, no se incluyeron las licencias solicitadas en el Poder Judicial, Fuerzas Armadas y el Parlamento. Sin duda, en este último, es altamente probable que nos encontremos con más de una sorpresa en materia de licencias, a lo que se podrían sumar los cientos de horas de ausencia de los honorables sin justificación o bien por viajes pagados por el Estado que, además, les implicó faltar a su trabajo.
Solo en 2024, la Cámara de Diputadas y Diputados entregó 128 viáticos –son 155 diputados– para costear viajes alrededor del mundo, con un valor de 222 millones de pesos. Por si se le ocurre –y se atreve– a un medio tradicional investigar las licencias y ausencias prolongadas en el Parlamento, el éxito está garantizado.
Y a propósito de espejos en los que no nos gustaría vernos como país, la política chilena hace rato que viene mostrándonos una cara muy fea. Fundaciones de papel; alcaldes –de todos los colores– presos por llenarse los bolsillos; jóvenes que despreciaban a los de “los 30 años” por sus prácticas y que terminaron reflejados en el espejo de las generaciones previas.
La semana pasada, candidatos de derecha agregaron otro peligroso precedente, dejando en evidencia que eso del respeto e independencia de los poderes del Estado no pasa de ser un relato liviano y sin contenido, ya que tanto Kaiser como Kast y Matthei criticaron sin ninguna cortesía a la Corte Suprema por el cambio a arresto domiciliario de Monsalve –como también ocurrió con Barriga, Torrealba y Catalina Pérez–, así como el duro pronunciamiento de la Corte de Apelaciones de Antofagasta que concluyó que Cooper cometió una falta grave, que en países como EE.UU. constituye un delito. Si quienes pretenden dirigir el país hablan así de otros poderes del Estado… qué nos queda a los ciudadanos comunes.
Finalmente, las acusaciones constitucionales terminaron por perder por completo su legitimidad y validez, para convertirse en un instrumento de venganza, capricho político o estrategia de campaña electoral, sin contar la pérdida de tiempo y horas dedicadas por unos a atacar y por otros a defenderse, en vez de ser utilizadas en legislar para solucionar los problemas que afligen a la gente.
Es tan ridículo el mecanismo, que existe una primera instancia en que un grupo de parlamentarios es sorteado para analizar los méritos de la acusación, pero cuya recomendación es irrelevante, ya que representa en forma matemática los votos a favor y en contra de acuerdo con los partidos a los que pertenecen. Y no me refiero solo a las ocho acusaciones fallidas de la derecha –que proyectan las dificultades de gobernabilidad que tendrían en caso de que uno gane las elecciones–, sino también a quienes hoy están en el Gobierno y que presentaron la misma cantidad de acusaciones contra Piñera.
Si los partidos políticos y el Congreso ocupan los últimos lugares entre las instituciones en las que los chilenos confían, este tipo de show, malo y fome, en que se convirtieron las AC, no le hace ningún favor a la deteriorada imagen de nuestros políticos, aunque ellos no se den cuenta o les importe muy poco la opinión de la ciudadanía. ¿No será la hora de revisar esta añeja y poco legítima instancia que pareciera dañar a la democracia, más que fortalecerla? Perdón por el atrevimiento, espero no me presenten una acusación constitucional por esta columna.
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