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Dilemas de la retención de estudiantes Opinión

Dilemas de la retención de estudiantes

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Luis Oro Tapia
Por : Luis Oro Tapia Politólogo. Sus dos últimos libro son: “El concepto de realismo político” (Ril Editores, Santiago, 2013) y “Páginas profanas” (Ril Editores, Santiago, 2021).
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La cuestión de fondo es, en definitiva, ¿a quién beneficia la política de retención de estudiantes? Y si tal política contribuye al bien común o, por el contrario, lo lesiona gravemente.


No pocas instituciones de educación superior procuran retener a sus estudiantes como si fueran clientes. La afirmación es desconcertante. Tal vez, sería más suave decir que están afanadas en mantenerlos fidelizados mientras duren sus carreras. Sea como fuere, el hecho concreto es que ellas quieren evitar que los estudiantes “deserten”.

Claramente, esta última aseveración es bastante más fuerte que las dos anteriores. Aunque parezca insólito, lo cierto es que las universidades, extrañamente, emplean la palabra deserción para referirse a los estudiantes que, haciendo uso de su libertad, buscan otros caminos.

Como se sabe, la deserción es una acción infame y el desertor es, ni más ni menos, un traidor. No está de más advertir que la palabra deserción no es suave ni neutral. Sin duda alguna, sería más humano hablar de descubrimiento tardío de la vocación, de migración de la sensibilidad intelectual o, por último, de mutación de intereses, pero no de deserción.

¿Por qué algunos estudiantes se cambian de universidad o de carrera? O dicho con el lenguaje de algunas burocracias universitarias: ¿por qué desertan? Quizás, porque quieren alejarse de un ambiente que les resulta subjetivamente inhóspito o bien porque se dieron cuenta de que sus pies son para otro camino. O porque descubrieron su vocación tardíamente.

De ser así, no se trata de una deserción, sino que, por el contrario, de lealtad con la vocación. En consecuencia, de un acto de respeto a sí mismo. Tal vez, quien es calificado como desertor por la institución es una persona que tardó en darse cuenta de que una cosa es estudiar una disciplina y otra ejercerla y convertirla en una profesión.

Ante el imperativo de la retención, vale la pena formularse preguntas como las siguientes: ¿se puede inducir a un adolescente a seguir estudiando algo que durante su proceso formativo descubrió que es incompatible con su sentir más profundo? ¿Se puede obligar a alguien a desoír la voz de su conciencia? ¿Se puede incitar a un funcionario de una empresa educativa a sargentear la conciencia de los educandos y, de paso, convertirlo en artífice de una desgracia ajena con tal de cumplir las metas de retención?

Para nadie es un secreto que la adolescencia en las últimas décadas se ha extendido casi hasta los veinte años. Quizás, por eso, el descubrimiento de la vocación suele demorar un poco más. Obviamente que el argumento de la vocación solo tiene sentido si se toma distancia de la hipótesis de la tabla rasa. Esta supone que los seres humanos carecen de inclinaciones naturales y, por tal razón, son material humano disponible para ser formateado a voluntad por el “educador”.

Inversamente, quienes parten del supuesto de que las personas tienen inclinaciones naturales singulares –o sea, de virtualidades que el proceso educativo convierte en virtudes– entienden que la tarea del educador es fomentar las virtudes ajenas, no segarlas. Por consiguiente, su misión es activar las potencialidades específicas de las cuales es portador el educando.

Castrar, inhibir o ahogar la vocación de una persona no es algo inocuo ni banal. Es un acto inmisericorde. Quienes tratan de dar cumplimiento a las metas de retención de estudiantes que las empresas educacionales tienen empujan a la desdicha a aquellos que padecen la coerción y, a la vez, rebajan humanamente a los empleados que ayudan a cumplir la meta.

Al respecto, los buenos burócratas de algunas universidades suelen decir que ellos deben impedir la deserción porque la Comisión Nacional de Acreditación se los exige, lo cual probablemente es cierto. Pero esa respuesta –que oscila entre la obsecuencia y la insensatez– es análoga a las respuestas que daba un infame burócrata alemán que fue enjuiciado en Jerusalén a principios de la década de 1960. Él respondía: “Porque la sección IVB4 me lo pedía”.

Si la respuesta de los burócratas que administran la academia es sincera, estaríamos ante un caso de banalidad del mal y, lo que es más insólito, de postración del pensamiento en un lugar que tiene por propósito, precisamente, fomentarlo. Y en la eventualidad de que obedezcan a sabiendas de que la orden es insensata, sería algo más que frivolidad, sería un caso de hipocresía, de irresponsabilidad social, lo cual, en última instancia, sería perjudicial para la academia y para la sociedad.

Porque la academia, al graduar a personas que carecen de vocación, por una parte, se devalúa a sí misma y, por otra, contribuye a incrementar las probabilidades de que se susciten negligencias profesionales de consecuencias deplorables, incluso fatales, que lesionen tanto a sujetos individuales como colectivos.

La cuestión de fondo es, en definitiva, ¿a quién beneficia la política de retención de estudiantes? Y si tal política contribuye al bien común o, por el contrario, lo lesiona gravemente.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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