La principal amenaza a nuestro sistema democrático hoy no proviene ni de la desigualdad económica y la pobreza, ni de la marginalidad urbana, ni de la explosión delincuencial de poblaciones peligrosas, disfrazada de política. Estos aspectos son solo la ecología social y política que permite que la verdadera amenaza, la corrupción y el crimen organizado, se junten para tender un cerco de control sobre la política y toda la democracia. Chile no es un Estado fallido, pero va camino de serlo, si sus instituciones no funcionan. En especial, aquellas encargadas de investigar y aplicar la ley, y garantizar la seguridad interna y exterior del país.
Es difícil entender por qué la élite política nacional no reacciona ante el comportamiento criminal que exhibe todo el sistema nacional de seguridad en sus mandos. Y más bien le vuelve la espalda al tema, abstrayéndose en un juego electoral inocuo, que corresponde más a un ideograma del país, antes que a una realidad que día a día va horadando nuestra democracia.
En cualquier país serio y con un Estado sólido y en forma, la crisis de corrupción de altos mandos de sus Fuerzas Armadas, o de sus jefaturas máximas de la policía, como ocurre en Chile, habría generado un terremoto político. Posiblemente la salida de todos los ministros encargados de esos sectores y, eventualmente, un impeachment político de todo el Gobierno.
En Chile no pasa nada. Peor aún, es un fenómeno que ha terminado por ser de una habitualidad alarmante. Si realmente preocupara a la élite antes señalada, al menos generaría una mesa de trabajo conjunta entre todas las fuerzas políticas, para determinar el curso a seguir, de manera cooperativa y con una óptica de política de Estado.
Pero esto no ha ocurrido, siendo todavía el problema mucho mayor. El país carece de una estructura de inteligencia en materia de seguridad interior, porque sus instituciones de inteligencia no dan confianza de ser honestas y responsables con la democracia. Tergiversan sus procedimientos investigativos para lograr inculpar a ciudadanos inocentes, fabrican pruebas falsas e intoxican a las autoridades y al Poder Judicial, prevaricando para conseguir condenas y supuestos éxitos profesionales. Con ello, toda la seguridad como bien público queda en entredicho, y se lesiona el más alto interés nacional y derechos constitucionales de todas las personas.
Podría elaborarse una larga lista de situaciones concretas de corrupción, tanto de las FF.AA. como de las de Orden y Seguridad, en los últimos 10 años, que jamás fueron reprimidas por el poder civil de manera ejemplar, ni punidas eficazmente por la justicia. Hasta el punto que hoy, en la opinión pública, prevalece la impresión de que esas acciones pierden actualidad como noticia, y se desvanecen en el tiempo por las lentas investigaciones que poco o nada aclaran, hasta que un nuevo hecho de corrupción las posiciona como titular de noticias diarias.
Argumentar sobre la crisis del sistema de seguridad nacional se enfrentará siempre a los desmentidos de las autoridades, de que solo se trata de hechos individuales y aislados, y a la promesa de una amplia investigación y sanción de los responsables. Nadie está hoy dispuesto a reconocer que esta situación amenaza gravemente la democracia en el país, y que se están creando las condiciones para que, más temprano que tarde, la calidad de nuestra vida pública cambie para mal.
En términos meridianos, la principal amenaza a nuestro sistema democrático hoy no proviene ni de la desigualdad económica y la pobreza, ni de la marginalidad urbana, ni de la explosión delincuencial de poblaciones peligrosas, disfrazada de política. Estos aspectos son solo la ecología social y política que permite que la verdadera amenaza, la corrupción y el crimen organizado, se junten para tender un cerco de control sobre la política y toda la democracia. Chile no es un Estado fallido, pero va camino de serlo, si sus instituciones no funcionan. En especial, aquellas encargadas de investigar y aplicar la ley, y garantizar la seguridad interna y exterior del país.
La intensidad delictual y de violencia que por estos días inquieta sobremanera al ciudadano común es una manifestación de que la seguridad, como interés nacional, está a la deriva. Y tal vez un indicativo cierto de que el crimen organizado posiblemente ya se instaló en el país, cerca del poder, y que la violencia que se vive –con tráfico de drogas, de armas, con ajusticiamientos disciplinarios en las pandillas y guerra entre ellas o, lo que es peor, la instalación del sicariato y muertes por encargo– corresponde a un diseño de modelar una sociedad en torno a hábitos violentos de convivencia. Es la ciudad pánico, gobernada por el miedo, en la cual la normalización de la violencia es parte de un diseño de control territorial, que permite las operaciones del crimen organizado.
El crimen organizado y la corrupción son un negocio, que está gobernado por la ética del interés individual, y no trepida en demoler instituciones. Por lo mismo, el verdadero tronco criminal va en busca de volúmenes siempre crecientes de negocios y, para acumular fuerza y poder para realizarlos, busca cercar, penetrar y controlar las esferas de poder, especialmente político y económico. Y ahí está el quid de la corrupción policial y de seguridad. Mientras más porosa y menos densa es la red de control de la seguridad del Estado, mejores oportunidades de negocios tendrá la actividad ilegal, y mejor podrá inducir soluciones convenientes o la impunidad para sus intereses ilegales.
La semana pasada, el país puso su atención en la inscripción de cientos de candidaturas electorales para las más altas magistraturas del Estado, Presidente y parlamentarios y Cores, y en el juego político generado entre ellas. La próxima, tal vez, lo hará en la celebración de las Fiestas Patrias, y luego en la clasificación de la selección nacional al Campeonato Mundial de Fútbol, y así sucesivamente. Y en la seguridad y la lucha efectiva contra la corrupción, ¿cuándo? Es una incógnita.