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11/09: hacia una sociedad decente EDITORIAL

11/09: hacia una sociedad decente

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Referirse a hechos devastadores para la sociedad, como el golpe de Estado del 11 de septiembre de 1973, con demasiadas heridas abiertas, requiere una buena dosis de prudencia y convicción. Es necesario poner el foco, también, en el Estado de Chile, en tanto persona jurídica y moral que nos representa a todos, que en 50 años no ha logrado generar el escenario para un “¡Nunca más en Chile!”, cumpliendo de esta forma con los requerimientos prácticos y simbólicos de una República en paz. Surge así la lacerante pregunta, lamentablemente, hasta ahora sin respuesta clara: ¿qué falta por hacer?


Chile está en medio de un debate sobre su pacto constitucional, y todas las fuerzas políticas debieran estar orientadas a construir un espacio social, normativo y de principios comunes, en el cual estarán (estaremos) obligadas a vivir. Ello no es independiente o separado de lo que piensen o sientan sobre el pasado, pero debiera ser un punto de racionalidad inicial o mínimo, donde confluyan las lecciones aprendidas acerca de cómo funciona la democracia, y la necesidad de respetarla, cuidarla y fortalecerla.

Lamentablemente, el impulso político de la coyuntura –del que el Gobierno no ha estado ausente– ha ensimismado al país en un enervado ejercicio de memoria que exuda rencor y niega al otro, y olvida principios de respeto y civilidad hacia el futuro. 

Referirse a hechos devastadores para la sociedad, como el golpe de Estado del 11 de septiembre de 1973, con muchas heridas aún abiertas, requiere una buena dosis de prudencia y convicción. Y tiene que aspirar a hacer aplicables los juicios por igual a todos los actores, víctimas, victimarios e, incluso, a las instituciones que han gobernado la vida social durante los 50 años transcurridos desde entonces, vale decir, ya medio siglo. 

En esta fecha, tan llena de significados, es menester poner el foco no solo en los diversos actores y sus miradas e interpretaciones del golpe y sus causas, el rol de cada cual, sus responsabilidades, sus anhelos, frustraciones, miedos y esperanzas –de lo que ha habido bastante por estos días, lo que es bueno, sanador–, sino también en el rol del Estado de Chile, en tanto persona jurídica y moral que nos representa a todos. Porque en 50 años no ha estado a la altura, ya que no ha logrado generar el escenario que nos haga compartir a los chilenos un básico y esencial “¡Nunca más!” (nunca más la destrucción de la democracia, nunca más un golpe de Estado, nunca más violaciones de los derechos humanos, nunca más las Fuerzas Armadas y policías puestas al servicio de unos chilenos en contra de otros, cualesquiera sean las circunstancias o motivos), cumpliendo así los requerimientos prácticos y simbólicos de una República en paz

Lo anterior, por supuesto, salvo hechos e iniciativas muy relevantes –pero insuficientes– a lo largo de estos 50 años, como los informes Rettig y Valech, una política permanente de memoria pública (con museos y memoriales), la sanción a muchos responsables de violaciones de los derechos humanos, y el reciente Plan Nacional de Búsqueda de Víctimas de Desaparición Forzada en Dictadura, entre otras. 

Sin embargo, con importantes pendientes, entre ellos, la falta de responsabilidad institucional del mando militar de las Fuerzas Armadas y del mando civil al momento del golpe y los años siguientes de violaciones de los DD.HH., aceptando la teoría impresentable de que se trató de casos individuales y anómalos, y permitiéndoles así a muchos de los principales responsables –civiles y militares– zafar de enfrentar la Justicia como delincuentes de lesa humanidad.

Agreguemos que el Consejo de Defensa del Estado “pirquinea” cada peso de necesaria compensación a las víctimas. Y que el Estado no ha despojado de rango y reconocimiento militar a los altos mandos de la época del golpe, quienes en su inmensa mayoría se retiraron a una vida privada de manera impune.

Una democracia no puede promover el rencor, pese a que el recordatorio de las torturas y violaciones de derechos humanos, junto con desapariciones forzadas y entierros clandestinos, dan cuenta de una crueldad inenarrable. Pero, en la lección aprendida, la decencia, la justicia y la igualdad son componentes esenciales de la democracia y, en ello, el Estado ha permanecido gobernado por la doctrina del impulso mínimo. Por lo que volvemos a la pregunta básica y, por ahora, sin respuesta clara: ¿qué debe hacer aún el Estado chileno para generar el escenario para un contundente: “¡Nunca más en Chile!”?

El olvido, el perdón, el miedo o el rencor, tan presentes en la memoria nacional acerca de esos años, pueden ser lacerantes expresiones subjetivas e individuales de las personas que experimentaron la humillación o la tortura o vivieron la emoción devastadora de la pérdida de un hijo o un padre o, simplemente, el abandono. Pero requieren de formas y condiciones especiales para manifestarse en público, sea como testimonio, reclamo o sanación. Y es rol del Estado permitir que esto se haga realidad. El Estado debe actuar, incluso con hechos de simbolismo nacional y racional, y no humillar con el olvido o el menoscabo político a quienes persiguen reparación. 

Hannah Arendt, en su libro La Condición Humana, dice: “La falta de meditación –la imprudencia o desesperada confusión o complaciente repetición de ‘verdades’ que se han convertido en triviales y vacías– me parece una de las sobresalientes características de nuestro tiempo. Por lo tanto, lo que propongo es muy sencillo: nada más que pensar en lo que hacemos”.

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